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viernes, 23 de diciembre de 2011

Cierre de año II

Quería aprovechar, como en ocasiones anteriores, la sensibilidad especial que provocan los cierres de fin de año y las fiestas que se celebran, para poder filosofar un momento sobre nosotros mismos. No creo que haya conocimiento más duro y difícil al cual acceder que al conocimiento de uno mismo, al conocerse sin tapujos como persona. Por eso, primero me gustaría compartir con ustedes un video que me ha llegado en un mail cuyo titulo me parece que es "¿Quien realmente eres?", desconozco su autor pero que me ha dejado pensando bastante e internamente vacío:


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Para finalizar dejo un de las tantas cartas de Krishnamurti escribió a sus escuelas:


"Debemos comprender desde el mismísimo inicio de este nuevo año que lo que primordialmente nos interesa es el aspecto psicológico de nuestra vida, aunque no por ello vayamos a descuidar el lado físico o biológico. Lo que uno es por dentro acabará generando o bien una buena sociedad o el deterioro paulatino de la relación humana. Nos interesan ambos aspectos de la vida, no primar a uno sobre el otro, aunque lo psicológico, o sea lo que somos por dentro, acabará gobernando nuestra conducta, nuestra relación con los demás. 

A lo que parece descuidamos totalmente las realidades más profundas y extensas de la vida y le damos una importancia mucho mayor a los aspectos físicos y a las actividades cotidianas, por muy relevantes o irrelevantes que sean. De modo que, por favor, tenga presente que en estas cartas estamos abordando nuestra existencia desde el interior hacia el exterior, y no a la inversa. Aunque la mayoría de la gente se interesa por lo externo, nuestra educación debe proponerse crear una armonía entre lo externo y lo interno; esto no puede acontecer en absoluto si tenemos los ojos exclusivamente fijos en lo externo. 

Entendemos por lo interno toda la dinámica del pensamiento, nuestros sentimientos razonables e irrazonables, nuestras fantasías, nuestras creencias, nuestros apegos felices e infelices, nuestros deseos secretos con sus contradicciones, nuestras experiencias, nuestros recelos, nuestra violencia, etc. Las ambiciones ocultas, las ilusiones a las que la mente se aferra, las supersticiones de la religión y el conflicto aparentemente interminable en nuestro interior también forman parte de nuestra estructura psicológica. Si no percibimos estos aspectos o los aceptamos como parte ineludible de nuestra naturaleza humana, entonces consentiremos que exista una sociedad en la que nosotros mismos seremos prisioneros. De modo que es muy importante comprender esto. 

No cabe duda de que todo estudiante del mundo ve el efecto del caos que nos rodea y confía en rehuirlo por medio de algún tipo de orden externo, a pesar de que interiormente se encuentre en un estado de absoluta perturbación. Quiere cambiar lo externo sin cambiarse a sí mismo, pero él es el origen y la continuación del desorden. Éste es un hecho, no una conclusión personal. Por lo tanto, lo que nos importa en nuestra educación es cambiar el origen y la continuidad del desorden. Los seres humanos son los que crean la sociedad, no ciertos dioses en algún cielo. Así que comenzamos con el estudiante. Esa palabra significa estudiar, aprender y actuar. La educación básica es aprender no sólo de los libros y de los maestros, sino estudiar y aprender acerca de uno mismo. Si no sabe nada acerca de sí mismo y está llenando su mente de datos sobre el universo, usted está meramente aceptando y continuando el desorden. Como estudiante, a usted probablemente no le interese esto. Lo que desea es divertirse, cultivar sus propios intereses. A usted se le obliga a estudiar y sólo lo hace bajo presión, aceptando las inevitables comparaciones y notas con el ojo puesto en algún tipo de carrera. Éste es su interés básico, el cual pareciera ser algo natural porque sus padres y abuelos han seguido la misma vereda de empleo, matrimonio, hijos y responsabilidad. Mientras usted esté a salvo, poco le importa lo que suceda a su alrededor. Ésta es su verdadera relación con el mundo que los seres humanos han creado. Para usted lo inmediato es mucho más real, importante y exigente que el todo. 

Pero su interés y el del educador es y debe ser comprender no una parte sino la totalidad de la existencia humana. La parte es tan sólo el conocimiento de los descubrimientos físicos del ser humano. De manera que aquí, en estas cartas, comenzamos primordialmente con usted, el estudiante, y con el educador que le está ayudando a conocerse a sí mismo. Ésta es la función de toda educación. Necesitamos crear una buena sociedad en la que los seres humanos puedan vivir dichosamente en paz, con seguridad y sin violencia. Usted como estudiante es responsable de esto. Una buena sociedad no cobra vida por medio de algún héroe, líder, ideal o sistema cuidadosamente planificado. Usted tiene que ser bueno porque usted es el futuro. Usted hará que el mundo sea o bien una modificación de lo que es actualmente o un lugar en el que usted y otros puedan vivir sin guerras ni brutalidades, con generosidad y afecto. Usted ha comprendido el problema, cosa que no es difícil; entonces, ¿qué va a hacer? La mayoría de ustedes son instintivamente amables, buenos y deseosos de ayudar, a menos, por supuesto, que hayan sido demasiado pisoteados y deformados, cosa que uno espera que no les haya sucedido. ¿Qué va, pues, a hacer usted? Si el educador es digno de ese nombre, querrá ayudarle. Entonces la pregunta es: ¿Qué harán conjuntamente para ayudarle a que usted se estudie, para que aprenda acerca de sí mismo y actúe? Lo dejaremos aquí en esta carta y continuaremos en la próxima." 

Aprender es vivir, Cartas a las escuelas número 32.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Los determinantes de la moral humana

La sociobiología humana ha puesto de moda la tesis (le que la conducta humana y la moral están determinadas biológicamente y, más precisamente, por nuestra constitución genética. Obramos y evaluamos como lo hacemos porque así está escrito en nuestro código genético, al que no podemos escapar. Esta tesis se conoce con el nombre de determinismo biológico. No es nueva: tiene raíces en la antigua creencia de que hay grupos humanos, en particular razas, biológicamente superiores a los demás y destinados a dominar la humanidad. El determinismo biológico es atractivo a primera vista, porque saca a los valores y las normas de los dominios de la teología y la filosofía y los coloca en medio de la vida. Por consiguiente, para saber qué es valioso y cómo debemos comportarnos ya no es menester consultar tablas de mandamientos confeccionadas por jefes religiosos ni tratados redactados por filósofos alejados de los problemas prácticos, que son la fuente de todo conflicto moral. Según el determinismo biológico, la autoridad máxima en cuestiones de valores y normas es la biología. Se acaban así los mitos de la moral revelada y de la moral autónoma o independiente de la situación real del hombre. La ética baja de las nubes y se convierte en objeto de investigación científica.

El determinismo biológico contemporáneo es genético: sostiene que nuestro destino está en nuestros genes, no en nuestras manos ni en las de la divinidad. Se nace inteligente o poderoso, tonto o sumiso: la educación sólo puede reforzar o debilitar los procesos controlados por los genes, en particular los procesos mentales. Otra tesis del determinismo genético es que los genes son egoístas, en el sentido de que controlan al organismo de modo que éste tienda a alcanzar la finalidad última de los primeros, que es perpetuarse. El cuerpo no sería sino un envoltorio para proteger a los genes, y la sociedad no debiera ser sino una cámara para proteger semejante tesoro génico.

Este credo sencillo tiene un grano de verdad, a saber, que nuestra conducta no puede violar leyes biológicas y que nuestra moral no debe ignorarlas. Por lo demás, es falso y nocivo. En primer lugar, no es verdad que los genes sean egoístas o siquiera puedan proponerse meta alguna: sólo cerebros altamente desarrollados pueden proponerse metas. La teoría de la evolución por selección natural enseña que ésta no obra directamente sobre los genes, sino sobre el organismo íntegro, con sus pautas innatas y adquiridas (en particular, aprendidas). El ambiente natural y social selecciona no sólo lo heredado, sino también lo adquirido en el proceso embriológico y de desarrollo. No hay genes desnudos que enfrenten al ambiente ni el egoísmo es una característica molecular.

El hombre no es sólo un animal, sino un animal social. Por tanto, tenemos necesidades biológicas, tales como las de alimentarnos y abrigarnos, y necesidades sociales, tales como las de comunicarnos, ayudarnos y competir. No podemos satisfacer nuestras necesidades biológicas más apremiantes, particularmente durante los primeros años de vida, sino en sociedad. Esta condición social humana impone restricciones a los impulsos biológicos y estas restricciones se consagran en normas de conducta. Por ejemplo, el individualismo extremo no es socialmente viable: mi libertad termina donde comienza la tuya, porque nos necesitamos mutuamente. En suma, la conducta social, que es la susceptible de afectar al prójimo, está regida tanto por nuestra conformación biológica como por la sociedad en que vivimos.

La estructura social no está escrita en el genoma. Nuestro equipo génico sólo nos da posibilidades y limitaciones: no determina que pertenezcamos a una sociedad primitiva o feudal, capitalista o socialista. Lo prueba el que nuestra composición no cambia cuando vivimos una revolución social. Hay numerosas formas de convivencia humana, todas las cuales son compatibles con el mismo equipo génico. La sociedad tiene raíces biológicas, pero es un artefacto: está en nuestras manos construirlo, reformarlo o destruirlo. Por consiguiente, las normas de conducta, que son las aceptadas por una sociedad dada, no están escritas en nuestros genes, sino más bien en la estructura de nuestra sociedad. En conclusión, el determinismo biológico es falso o, mejor dicho, contiene sólo un grano de verdad.

El determinismo psicológico
El determinismo psicológico se parece al biológico. Su variante más difundida es el utilitarismo o hedonismo. La tesis central de esta doctrina es que todo individuo actúa de manera de maximizar su placer y, en general, sus utilidades (valores subjetivos). A primera vista esta tesis es verdadera: ¿acaso no deseamos lo mejor para nosotros mismos y nuestros allegados? Sin embargo, una cosa son los deseos y otra es la realidad. De hecho, rara vez podemos maximizar nuestras utilidades, porque la mayoría de nosotros dispone de medios limitados. El primer mandamiento no es gozarás al máximo, sino vivirás y dejarás vivir. Esto vale no sólo para los individuos, sino también para los sistemas sociales. Por ejemplo, el buen empresario no se propone maximizar sus ganancias a todo coste, sino asegurar la supervivencia de su empresa y, en lo posible, su crecimiento. Para esto, a menudo deberá sacrificar ganancias. Además, el empresario, por poderoso que sea, está limitado por las leyes positivas, algunas de las cuales se proponen precisamente impedir que el individualismo excesivo destroce la sociedad. En resumen, el determinismo psicológico no ha sido confirmado por la psicología y es refutado por las ciencias sociales, las que nos hablan de funciones, derechos y deberes del individuo en sociedad, además de sus naturales propensiones.

Pese a haber criticado a los determinismos biológico y psicológico, debemos reconocer que contienen un grano de verdad. No podemos escapar a nuestras limitaciones biológicas y psicológicas, y, por tanto, nuestros códigos de conducta no debieran ignorar nuestras necesidades básicas de uno y otro orden. Nuestras valoraciones y pautas de conducta no son arbitrarias, sino que están limitadas por las leyes biológicas y psicológicas. Una comunidad compuesta exclusivamente por ascetas o por pantagrueles, por individuos totalmente altruistas o totalmente egoístas, por gentes totalmente dedicadas a la mortificación o al placer, no sería posible. Toda sociedad, por libre o represiva que sea, debe reconocer las necesidades biológicas y psicológicas básicas y permitir que éstas sean satisfechas en alguna medida: de lo contrario no podrá ser cohesiva ni, por tanto, estable.

Pero, además de limitaciones biológicas y psicológicas, hay potencialidades prácticamente ilimitadas que los deterministas ignoran. Por ejemplo, todos nacemos con la capacidad de aprender alguna lengua; el medio en que crecemos determina cuál de las infinitas lenguas posibles hemos de aprender. Nuestros genes no determinan qué idioma, qué matemática o qué filosofía hayamos de aprender: esto lo determinará al principio la sociedad y luego, en la medida en que dispongamos de medios, nosotros mismos. Los genes dan posibilidades, además de limitaciones.

Lo mismo que ocurre con el conocimiento sucede con las valoraciones y las normas. No nacemos valorando la filosofía, pero podemos aprender a hacerlo. Ni nacemos sabiendo respetar los derechos ajenos, pero podemos aprender a hacerlo. Aprenderemos una y otra cosa siempre que tengamos la motivación y la oportunidad de aprender: siempre que la sociedad nos lo permita y nos incite. Somos, en suma, capaces de aprender. Y también de innovar no sólo en materia de conocimiento, sino también de valoración. En particular, somos capaces de proponer nuevos valores y nuevas pautas de conducta. Por ejemplo, podemos aprender que es preciso otorgar derechos a las mujeres y a los niños. Estos derechos no son naturales, sino artificiales: se acuerdan o deniegan, se conquistan o se pierden en el curso del aprendizaje y de la lucha en sociedad.

Determinismo social
La idea de que la sociedad es la que determina las pautas de valoración y conducta puede llamarse detenninismo social Su tesis central es que toda tabla de valores y todo código de conducta emerge, se desarrolla y, eventualmente, desaparece junto con la sociedad en que se da. A este respecto, el código moral no se distinguiría del civil o del comercial: en todos los casos se trataría de normas de convivencia social, ajustadas al tipo de sociedad de que se trata. Así como el determinismo biológico y el psicológico son absolutistas, el determinismo social es relativista: cada sociedad adopta los valores y las normas que necesita.

El determinismo social, aunado al biológico y al psicológico, puede explicar, e incluso justificar, por qué adoptamos o rechazamos ciertas normas de conducta. Por ejemplo, la regla de oro podría explicarse así: quien no la respeta es objeto de desaprobación o aun agresión por parte de los demás; de modo que quien desee vivir en paz con su prójimo e integrado en su sociedad respetará y enseñará la regla de oro. Análogamente, es conveniente no engañar, en particular no mentir, para conservar la confianza de los demás, sin la cual ninguna transacción social es posible. Adviértase que estas explicaciones o justificaciones no se deducen sin más de postulados de la ciencia biológica o social: a éstas hay que añadirles juicios de valor, tales como el que la paz social es deseable y el comercio,de cosas e ideas es deseable. Tal vez sea posible justificar a su vez estas finalidades, pero en tal caso habrá que recurrir a metas superiores.

Otra limitación del determinismo social es su conformismo: al fin y al cabo es un aspecto del funcionalismo estructuralista, reconocidamente conservador. En efecto, no explica la rebeldía el que el reformista y el revolucionario se propongan alterar ciertas valoraciones y pautas de conducta, tal vez en nombre de principios morales superiores a los consagrados por la sociedad. Por ejemplo, el auténtico liberal y el socialista rechazan el neoliberalismo económico, y en particular el monetarismo, no sólo por ser contraproducente en la práctica, sino también por fundarse sobre el individualismo radical, que destruye toda sociedad. Cada vez que oponemos una nueva tabla de valores a la vigente, o un nuevo código de conducta al aceptado, escapamos a ciertas restricciones sociales sin, por esto, escaparnos de la sociedad. Al contrario, el individuo puede triunfar sólo en sociedad.

Hasta aquí hemos criticado tres doctrinas concernientes a los determinantes de la valoración y de la conducta: los determinismos biológico, psicológico y social. Sin embargo, hemos concedido que cada uno de ellos contiene un grano de verdad, si bien trivial, a saber, que todos somos seres vivos dotados de psiquismos y que vivimos en sociedad, por lo cual nuestras valoraciones y pautas de conducta tienen raíces biopsicosociales. El reconocer la existencia de estas raíces equivale a desconocer el autonomismo de los valores y de la conducta, según el cual éstos son regidos por principios inde pendientes. Por el mismo motivo, no podemos aceptar la axiologia y la ética dogmáticas que colocan los valores y las normas al margen de la vida, de la sociedad y de la historia.

Sin embargo, debemos reconocer que tanto la ética autonomista (por ejemplo, kantiana) como la dogmática (por ejemplo, tomista) contienen un grano de verdad. En efecto, ambas reconocen la realidad del libre albedrío, aunque no como capacidad del cerebro humano, sino del alma inmaterial, y, por consiguiente, ambas subrayan la responsabilidad individual. Es verdad que en uno y otro caso tanto la libertad como la responsabilidad son ínfimas: en ambos casos se trata de obedecer reglas inmutables o de desobedecerlas pecaminosamente. En ninguno de los dos casos hay libertad para proponer nuevas normas más conformes a la realidad biológica y social. Por consiguiente, en ninguno de éstos puede haber auténtico progreso moral.

Hemos llegado a un atolladero: ninguna de las cinco doctrinas examinadas hasta aquí nos satisface, pese a haber encontrado atisbos de verdad en cada una de ellas. ¿Qué hacer en tal caso? La respuesta es obvia: integrarlas, uniendo los fragmentos de verdad distribuidos entre ellas. Esta sexta doctrina axiológica y moral puede llamarse sintética, integradora o sistemática, porque sintetiza fragmentos hasta ahora dispersos. También podría llamarse autobiopsicosociológica, porque reconoce las raíces biológicas, psicológicas y sociales de los valores y de la moral, al par que permite, e incluso sugiere, la invención de nuevos valores y normas.La doctrina sintética de los valores y de las normas todavía no existe: no es sino un proyecto. Apenas nos atrevemos a formular el siguiente decálogo para construirla:

1. Hay múltiples tipos de valores humanos: biológicos, psicológicos y sociales (económicos, políticos y culturales).

2. Algunos valores son incompatibles entre sí (por ejemplo, para alcanzar ciertos valores culturales hay que sacrificar algunos valores económicos, o viceversa). Estos conflictos dan lugar a problemas morales (de conducta social).

3. Todo objeto accesible a los sentidos, al intelecto o a la acción puede ser objeto de evaluación por un ser racional
4. Todos los objetos de un mismo tipo pueden ser ordenados según su valor en algún respecto (por ejemplo, biológico)..

5. Los seres racionales disponemos de alguna libertad para evaluar, así como para elegir fines y medios, aun cuando debamos pagar por el ejercicio de tal libertad.

6. Toda valoración racional es multidimensional, o sea, a la vez biológica, psicológica y social (económica, política o cultural).

7. El ser humano puede corregir tanto sus evaluaciones como sus normas de conducta a la luz de la experiencia propia y ajena, así como de principios teóricos, de modo que no hay tablas de valores ni códigos de conducta inalterables.

8. Cuanto más sepamos, tanto más adecuadas serán nuestras evaluaciones y nuestras pautas de conducta. De aquí que, si queremos que mejoren las evaluaciones y las normas vigentes, debemos propender al progreso de la cultura.

9. Un buen código de conducta es realista (reconoce las raíces biológicas, psicológicas y sociales de las evaluaciones y de las normas) y exhorta: a) a combinar la libertad con la responsabilidad, los derechos con las obligaciones; b) a limitar los impulsos egoístas y competitivos y estimular el altruismo y la cooperación; c) a respetar la regla de oro, y d) a ayudar al prójimo a alcanzar sus metas legítimas, sin por ello eliminar del todo la competencia, que es fuente de progreso.

10. Una buena sociedades aquella que: a) adopta un buen código de conducta; b) estimula la participación del individuo en la discusión y adopción de valores y normas, así como de elección de medios; c) permite que el individuo se realice en la medida en que es útil a la sociedad y ésta prospere en la medida en que propende a la expansión del individuo compatible con la del prójimo, y d) enseña al individuo a acatar la decisión de la mayoría, pero le deja en libertad de criticar dicha decisión y de proponer alternativas.

Este decálogo no es sino un plan para construir una axiología y una ética que, sin ser reduccionistas, reconozcan las limitaciones y las potencialidades de orden biológico, psicológico y social, y que, sin ser autónomas ni dogmáticas, reconozcan que hay valores y normas que van contra la corriente biológica, psicológica o social.

Mario Bunge es profesor en la McGill University, de Montreal. Autor de más de trescientas publicaciones sobre física teórica, ciencias sociales, epistemología y otras disciplinas. Entre ellas figura su Treatise on Basic Philosophy, del que lleva publicados tres tomos: La investigación científica, Filosofía de la física y Materialismo y ciencia.

GRACIAS CAPI VIDAL

martes, 6 de diciembre de 2011

Programa de la Unione Anarchica Italiana

Errico Malatesta
a) ¿Qué queremos?
Creemos que la mayor parte de los males que afligen a los hombres dependen de la mala organización social, y que si los hombres quisieran y supieran, podrían destruirlos.
La sociedad actual es el resultado de las luchas seculares que los hombres han librado entre sí. Al no comprender las ventajas que todos podían extraer de la cooperación y de la solidaridad, y al ver en todo otro hombre –salvo a lo sumo los más cercanos por vínculos de sangre– un competidor y un enemigo, han tratado de acaparar cada uno para sí la mayor cantidad posible de goces sin preocuparse de los intereses de los demás.
Cuando se llegó a la lucha, naturalmente los más fuertes o los más afortunados debían vencer, y someter y oprimir de diversas maneras a los vencidos.
Mientras el hombre sólo fue capaz de producir aquello que le bastaba estrictamente para su mantenimiento, los vencedores estaban reducidos a poner en fuga o masacrar a los vencidos y apoderarse de los alimentos reunidos por éstos.
Luego, cuando con el descubrimiento del pastoreo y la agricultura un hombre pudo producir más de lo que necesitaba para vivir, a los vencedores les resultó más conveniente reducir a la esclavitud a los vencidos y hacerlos trabajar para ellos.
Más tarde, los vencedores se dieron cuenta de que era más cómodo, más productivo y seguro explotar el trabajo de otros con otro sistema: conservar para sí la propiedad exclusiva de la tierra y de todos los medios de trabajo, y dejar nominalmente libres a los despojados, los cuales, por lo demás, al no tener medios de vida, se veían obligados a recurrir a los propietarios y a trabajar por cuenta de éstos, en las condiciones que éstos querían.
Así, poco a poco, a través de toda una red complicadísima de luchas de toda clase, invasiones, guerras, rebeliones, represiones, concesiones arrancadas, asociaciones de vencidos que se unieron para la defensa y de vencedores que se unieron para el ataque, se llegó al estado actual de la sociedad, en el cual algunos detentan hereditariamente la tierra y toda la riqueza social, mientras la gran masa de los hombres, desheredada de todo, es explotada y oprimida por unos pocos propietarios.
De esto dependen el estado de miseria en que se encuentran generalmente los trabajadores y todos los males que de la miseria derivan: ignorancia, delitos, prostitución, deterioro físico, abyección moral, muerte prematura. De ahí también la constitución de una clase especial (el gobierno), que provista de medios materiales de represión tiene como misión legalizar y defender a los propietarios contra las reivindicaciones de los proletarios, y luego se sirve de la fuerza que posee para crear privilegios para sí misma y someter a  su supremacía, si le es posible, incluso a la clase propietaria misma. De ahí la constitución de otra clase especial (el clero) que con una serie de fábulas sobre la voluntad de Dios, sobre la vida futura, etcétera, trata de inducir a los oprimidos a soportar dócilmente la opresión, e igual que el gobierno, aparte de favorecer los intereses de los propietarios favorece también los suyos. De aquí proviene la formación de una ciencia oficial que es, en todo lo que pueda servir a los intereses de los dominadores, la negación de la ciencia verdadera. De aquí el espíritu patriótico, los odios de raza, las guerras y las paces armadas, a veces más desastrosas que las guerras mismas. De aquí el amor transformado en tormento o en torpe mercado. De ahí el odio más o menos larvado, la rivalidad, la sospecha entre todos los hombres, la incertidumbre y el temor para todos.
Nosotros queremos cambiar radicalmente tal estado de cosas, y puesto que todos estos males derivan de la lucha entre los hombres, de la búsqueda del bienestar que cada uno realiza por su cuenta y contra todos los demás, queremos poner remedio a ello sustituyendo el odio por el amor, la competencia por la solidaridad, la búsqueda exclusiva del propio bienestar por la cooperación fraternal para el bienestar de todos, la opresión y la imposición por la libertad, la mentira religiosa y pseudocientífica por la verdad.

b) Vías y medios
Hemos expuesto en líneas generales cuál es el fi n que queremos alcanzar, cuál es el ideal por el que luchamos. 
Pero no basta desear una cosa: si se quiere obtenerla de verdad hay que emplear los medios adecuados para conseguirla. 
Y estos medios no son arbitrarios, sino que derivan necesariamente del fi n al que se apunta y de las circunstancias en que se lucha, ya que engañándose respecto de la elección de los medios no se llegaría al fin propuesto sino a otro, quizás opuesto, que sería consecuencia natural y necesaria de los medios empleados. 
Quien se pone en camino y equivoca la ruta no va adonde quiere sino adonde lo lleva la ruta que recorre.
Por lo tanto, es necesario explicar cuáles son los medios que a nuestro parecer conducen al fi n que nos hemos fijado, y que nosotros tratamos de emplear.
Nuestro ideal no es del tipo cuya consecución dependa del individuo considerado aisladamente. Se trata de cambiar el modo de vivir en sociedad, de establecer relaciones de amor y solidaridad entre los hombres, de conseguir la plenitud de desarrollo material, moral e intelectual no para un individuo solo, no para los miembros de una determinada clase o partido, sino para todos los seres humanos; y esto no es cosa que se pueda imponer con la fuerza sino que debe surgir de la conciencia iluminada de cada uno y realizarse mediante el libre consentimiento de todos.
Nuestra primera tarea debe consistir, por lo tanto, en persuadir a la gente. Es necesario que llamemos la atención de los hombres sobre los males que sufren y sobre la posibilidad de destruirlos. Hay que suscitar en cada uno la simpatía por los males de los demás y el vivo deseo del bien de todos.
A quien tenga hambre y frío le mostraremos cómo sería posible, e incluso fácil, asegurar a todos la satisfacción de las necesidades materiales. A quien esté oprimido y vilipendiado, le diremos cómo se puede vivir felizmente en una sociedad de hombres libres e iguales; a quien esté atormentado por el odio y el rencor, le señalaremos el camino que lleva a la paz y a la alegría del corazón, que se siente aprendiendo a amar al prójimo.
Y cuando logremos hacer nacer en el alma de los hombres el sentimiento de rebelión contra los males injustos y evitables de los que se sufre en la sociedad actual, y hacer comprender cuáles son las causas de estos males y cómo depende de la voluntad humana eliminarlos, cuando hayamos inspirado el deseo vivo, predominante, de transformar la sociedad para el bien de todos, entonces los convencidos, por impulso propio y por el de aquellos que los han precedido en la convicción, se unirán y querrán, y podrán, realizar sus ideales comunes.
Sería absurdo –como ya hemos dicho– y estaría en contradicción con nuestras finalidades querer imponer la libertad, el amor entre los hombres, el desarrollo integral de todas las facultades humanas, por medio de la fuerza. Por consiguiente, es necesario contar con la libre voluntad de los demás, y lo único que podemos hacer es provocar que se forme y manifieste dicha voluntad. Pero sería igualmente absurdo y contrario a nuestra finalidad admitir que quienes no piensan como nosotros nos impidan realizar nuestra voluntad, siempre que ésta no lesione el derecho a una libertad igual a la nuestra.
Libertad entonces para todos de propagar y experimentar las propias ideas sin otro límite que el que resulta naturalmente de la igual libertad de todos.
Pero a esto se oponen –y se oponen con fuerza brutal– quienes se benefi cian con los actuales privilegios y dominan y regulan toda la vida social actual.
Ésos tienen en su mano todos los medios de producción, y por ende suprimen no sólo la posibilidad de experimentar nuevos modos de convivencia social, no sólo el derecho de los trabajadores a vivir libremente de su propio trabajo, sino también el derecho mismo a la existencia, y obligan a quien no es propietario a dejarse explotar y oprimir si no quiere morir de hambre.
Ellos tienen policías, jueces, ejércitos creados a propósito para defender sus privilegios, y persiguen, encarcelan, masacran a los que quieren abolir esos privilegios y reclaman medios de vida y la libertad para todos.
Celosos de sus intereses presentes e inmediatos, corrompidos por el espíritu de dominación, temerosos del porvenir, ellos, los privilegiados, son incapaces en general de un impulso generoso, y también lo son de una concepción más amplia de sus intereses. Y sería locura esperar que renuncien voluntariamente a la propiedad y al poder y se adapten a ser iguales a aquellos a los que hoy tienen sometidos.
Dejando de lado la experiencia histórica –la cual demuestra que nunca una clase privilegiada se ha desposeído, en todo o en parte, de sus privilegios, y nunca un gobierno ha abandonado el poder si no se lo obligó a ello con la fuerza o con el temor de la fuerza–, bastan los hechos contemporáneos para convencer a cualquiera que la burguesía y los gobiernos se proponen emplear la fuerza material para defenderse, no sólo contra la expropiación total, sino también contra las más pequeñas pretensiones populares, y están siempre listos para realizar las más atroces persecuciones y las más sanguinarias masacres.
Al pueblo que quiere emanciparse no le queda otro camino que oponer la fuerza a la fuerza.
Resulta de cuanto hemos dicho que debemos trabajar para despertar en los oprimidos el deseo vivo de una radical transformación social y persuadirlos de que uniéndose tienen la fuerza necesaria para vencer; debemos propagar nuestro ideal y preparar las fuerzas morales y materiales necesarias para vencer a las fuerzas enemigas y organizar la nueva sociedad. Y cuando tengamos la fuerza suficiente, debemos, aprovechando las circunstancias favorables que se produzcan o creándolas nosotros mismos, hacer la revolución social abatiendo con la fuerza al gobierno, expropiando con la fuerza a los propietarios, poniendo en común los medios de vida y de producción e impidiendo que nuevos gobiernos vengan a imponer su voluntad y a obstaculizar la reorganización social realizada directamente por los trabajadores.
Todo esto, sin embargo, es menos simple de lo que podría parecer a primera vista.
Tenemos que vérnoslas con los hombres tal cual son en la sociedad actual, en condiciones morales y materiales muy desgraciadas, y nos engañaríamos si pensáramos que basta la propaganda para elevarlos a ese grado de desarrollo intelectual y moral que es necesario para la realización de nuestros ideales.
Existe una acción recíproca entre el hombre y el ambiente social. Los hombres hacen la sociedad como ésta es y la sociedad hace a los hombres como ellos son, y de esto resulta una especie de círculo vicioso. Para transformar a la sociedad es necesario transformar a los hombres, y para transformar a los hombres es necesario transformar a la sociedad.
La miseria embrutece al hombre, y para destruir la miseria es necesario que los hombres tengan conciencia y voluntad. La esclavitud educa a los hombres para que sean esclavos, y para que se liberen de la esclavitud tiene que nacer en ellos la aspiración a la libertad. La ignorancia hace por cierto que los hombres no conozcan las causas de sus males y no sepan remediarlos, y para destruir la ignorancia es necesario que los hombres tengan el tiempo y el modo de instruirse.
El gobierno acostumbra a la gente a sufrir la ley y a creer que ésta es necesaria para la sociedad, y para abolir al gobierno se requiere que los hombres estén persuadidos de la inutilidad y el carácter dañino de la ley. ¿Cómo salir de este círculo vicioso? Afortunadamente la sociedad actual no ha sido formada por la voluntad iluminada de una clase dominante, que haya podido reducir a todos los dominados a instrumentos pasivos e inconscientes de sus intereses. La sociedad es resultado de mil luchas intestinas, de mil factores naturales y humanos que actúan en forma casual, sin criterio directivo, y por lo tanto no existen divisiones netas ni entre los individuos ni entre las clases.
Infinitas son las variedades de las condiciones materiales, infi nitos los grados de desarrollo moral e intelectual, y no siempre –casi diríamos muy raramente– el puesto que uno ocupa en la sociedad corresponde a sus facultades y aspiraciones. Con muchísima frecuencia algunos individuos caen en condiciones inferiores a aquellas a que están habituados, y otros, por circunstancias excepcionalmente favorables, logran elevarse a condiciones superiores a aquellas en que nacieron. Una parte notable del proletariado llegó ya a salir del estado de miseria absoluta, embrutecedora, o no pudo ser reducido nunca a tal situación; ningún trabajador, o casi ninguno, se encuentra en estado de inconsciencia completa, de completa aquiescencia a las condiciones impuestas por los patrones. Y las instituciones mismas, tal como las produjo la historia, contienen contradicciones orgánicas que son como gérmenes de muerte que al desarrollarse producen la disolución de la institución y la necesidad de transformarla.
De ahí la posibilidad del progreso, pero no la posibilidad de llevar, por medio de la propaganda, a todos los hombres al nivel necesario para que quieran y hagan la anarquía, sin una transformación previa y gradual del ambiente.
El progreso debe marchar en forma contemporánea y paralela en los individuos y en el ambiente. Tenemos que aprovechar de todos los medios, de todas las posibilidades, de todas las ocasiones que nos ofrece el ambiente actual, para actuar sobre los hombres y desarrollar su conciencia y sus deseos, debemos utilizar todos los progresos ocurridos en la conciencia de los hombres para inducirlos a reclamar e imponer las transformaciones sociales mayores que son posibles y que sirven mejor para abrir el camino a progresos ulteriores.
No debemos esperar a poder instaurar la anarquía, y entretanto limitarnos a la simple propaganda. Si lo hiciésemos así, pronto habríamos agotado el campo, es decir, habríamos convertido a todos aquellos que en el ambiente actual son susceptibles de comprender y aceptar nuestras ideas, y nuestra ulterior propaganda resultaría inútil; o si transformaciones del ambiente elevaran a nuevos estratos populares a la posibilidad de recibir ideas nuevas, esto ocurriría sin participación nuestra y, por lo tanto, en perjuicio de nuestras ideas.
Debemos tratar que el pueblo, en su totalidad o en sus diversas fracciones, pretenda, imponga, tome por sí mismo todas las mejoras, todas las libertades que desee, a medida que llega a desearlas y tiene la fuerza necesaria para imponerlas; y propagandeando siempre todo nuestro programa y luchando siempre por su realización integral, debemos impulsar al pueblo a pretender e imponer cada vez más, hasta que llegue a la emancipación completa.

c) La lucha económica
La opresión que hoy afl ige más directamente a los trabajadores y que es la causa principal de todas las sujeciones morales y materiales a que éstos están sometidos es la opresión económica, es decir, la explotación que los patrones y los comerciantes ejercen sobre ellos gracias al acaparamiento de todos los grandes medios de producción e intercambio.
Para suprimir en forma radical y sin peligro de retorno esta opresión es necesario que todo el pueblo esté convencido del derecho que tiene al uso de los medios de producción y que ponga en práctica su derecho primordial expropiando a los detentadores del suelo y de todas las riquezas sociales y poniendo aquél y éstas a disposición de todos.
Pero ¿se puede comenzar esta expropiación ahora mismo? ¿Se puede pasar hoy directamente, sin grados intermedios, del infierno en que se encuentra ahora el proletariado al paraíso de la propiedad común? Los hechos demostrarán de qué son capaces hoy los trabajadores.
Nuestra misión es preparar al pueblo moral y materialmente para esta expropiación necesaria, e intentarla y volverla a intentar cada vez que una conmoción revolucionaria nos dé ocasión para ello; hasta el triunfo definitivo. Pero ¿de qué manera podemos preparar al pueblo? ¿De qué manera prepararemos las condiciones que hagan posible no sólo el hecho material de la expropiación, sino también la utilización de la riqueza común 
en benefi cio de todos? Hemos visto anteriormente que la propaganda por sí sola, hablada o escrita, es impotente para conquistar a toda la gran masa popular y convertirla a nuestras ideas. Se requiere una educación práctica, que sea alternativamente causa y efecto de una gradual transformación del ambiente.
Es necesario que a medida que se desarrollen en los trabajadores el sentimiento de rebelión contra los injustos e inútiles sufrimientos de que son víctimas y el deseo de mejorar sus condiciones, éstos luchen unidos entre sí en forma solidaria para conseguir lo que desean.
Y nosotros, como anarquistas y como trabajadores, debemos incitarlos y alentarlos a la lucha y luchar con ellos.
Pero ¿son posibles estos mejoramientos en el régimen capitalista? ¿Son útiles desde el punto de vista de la futura emancipación integral de los trabajadores?
Cualesquiera sean los resultados prácticos de la lucha por los mejoramientos inmediatos, la utilidad principal reside en la lucha misma. Con ella los obreros aprenden que el patrón tiene intereses opuestos a los suyos y que no pueden mejorar su condición, y menos aun emanciparse, sino uniéndose y volviéndose más fuertes que los patrones. Si llegan a obtener lo que quieren, estarán mejor, ganarán más, trabajarán menos, tendrán más tiempo y más fuerza para reflexionar acerca de las cosas que les interesan, y sentirán enseguida deseos mayores y experimentarán mayores necesidades. Si no tienen éxito, se verán llevados a estudiar las causas del fracaso y a reconocer la necesidad de una mayor unión, de mayor energía, y comprenderán, por último, que para vencer con seguridad y en forma definitiva es necesario destruir al capitalismo. La causa de la revolución, la causa de la elevación moral del trabajador y de su emancipación no puede sino beneficiarse por el hecho de que los trabajadores se unan y luchen por sus intereses.
Pero, una vez más, ¿es posible que los trabajadores logren, en el estado actual de cosas, mejorar realmente sus condiciones de vida?
Esto depende de la concurrencia de una infi nidad de circunstancias.Pese a lo que dicen algunos, no existe una ley natural (ley de los salarios) que determine la parte que corresponde al trabajador sobre el producto del trabajo; o si se quiere formular una, sólo podría ser la siguiente: el salario no puede bajar normalmente del monto necesario para la vida, ni puede subir normalmente hasta el punto de que no deje ninguna ganancia al patrón.
Está claro que en el primer caso los obreros morirían y por lo tanto no cobrarían ya salario, y en el segundo los patrones no tendrían interés en hacer trabajar y por lo tanto no pagarían más salarios. Pero entre estos dos extremos imposibles existe una infinita variedad de gradaciones, que van desde las condiciones miserables de muchos trabajadores agrícolas hasta la situación casi decente de los obreros de los buenos oficios en las grandes ciudades.
El salario, la longitud de la jornada y todas las otras condiciones de trabajo son resultado de la lucha entre patrones y obreros. Aquéllos tratan de dar a los trabajadores lo menos que pueden y de hacerlos trabajar hasta el agotamiento completo, mientras éstos buscan, o deberían buscar, la manera de trabajar lo menos y de ganar lo más posible.
Cuando los trabajadores se contentan con todo o, aun estando descontentos, no saben oponer una resistencia válida a los patrones, quedan rápidamente reducidos a condiciones animales de vida; en cambio, cuando tienen un concepto un poco elevado del modo en que deberían vivir los seres humanos, y saben unirse y, mediante el rechazo del trabajo y la amenaza latente o explícita de rebelión, imponer respeto a los patrones, se los trata de una manera relativamente soportable. De modo que puede decirse que el salario, dentro de ciertos límites, es el que el operario –no como individuo, se entiende, sino como clase– pretende.
Luchando entonces, resistiendo contra los patrones, los trabajadores pueden impedir hasta un cierto punto que sus condiciones empeoren, e incluso obtener mejoramientos reales. Y la historia del movimiento obrero ya ha demostrado esta verdad.
Es necesario, sin embargo, no exagerar el alcance de esta lucha librada entre obreros y patrones en el terreno exclusivamente económico. Los patrones pueden ceder, y a menudo lo hacen ante exigencias obreras enérgicamente expresadas, mientras no se trate de pretensiones demasiado grandes, pero si los obreros comenzaran –y es urgente que comiencen– a pretender un salario que absorbiera toda la ganancia de los patrones y llegara, de esta manera, a constituir una expropiación indirecta, es seguro que los patrones apelarían al gobierno y tratarían de cohibir con la violencia a los obreros para mantenerlos en su posición de esclavos asalariados.
Y aun antes, mucho antes de que los obreros puedan pretender que se les dé en compensación de su trabajo el equivalente de todo lo que han producido, la lucha económica se vuelve impotente para seguir produciendo el mejoramiento de las condiciones de los trabajadores.
Los obreros lo producen todo y sin ellos no se puede vivir; por lo tanto, parecería que si se rehúsan a trabajar pudieran imponer todo lo que quieren. Pero la unión de todos los trabajadores, incluso de un solo oficio, y hasta de un solo país, es difícil de obtener, y a la unión de los obreros se opone la de los patrones. Los obreros viven al día y si no trabajan pronto les falta el pan, mientras los patrones disponen, mediante el dinero, de todos los productos ya acumulados, y por lo tanto pueden esperar tranquilamente que el hambre reduzca a la sensatez a sus asalariados. La invención o la introducción de nuevas máquinas hace inútil el trabajo de un gran número de obreros y aumenta el gran ejército de los desocupados, a los que el hambre obliga a venderse a cualquier precio. La inmigración aporta en seguida a los países donde los obreros logran un nivel mejor, multitudes de trabajadores famélicos que, quiéranlo o no, ofrecen a los patrones el modo de rebajar los salarios. Y todos estos hechos, derivados necesariamente del sistema capitalista, llegan a contrapesar el progreso de la conciencia y de la solidaridad obrera: a menudo marchan más rápidamente que este progreso, lo detienen y lo destruyen. Y en todos los casos subsiste siempre el hecho primordial de que la producción, en el sistema capitalista, está organizada por cada capitalista para su beneficio individual y no para sa tisfacer, como sería natural, de la mejor manera posible las necesidades de los trabajadores. De aquí el desorden, el desperdicio de fuerzas humanas, la escasez deliberada de los productos, los trabajos inútiles y dañinos, la desocupación, las tierras sin cultivar, el poco uso de las máquinas, etcétera, males todos éstos que no se pueden evitar sino quitando a los capitalistas la posesión de los medios de trabajo y, por lo tanto, la dirección de la producción.
Se presenta entonces rápidamente a los obreros que tratan de emanciparse, o incluso sólo de mejorar seriamente sus condiciones, la necesidad de defenderse contra el gobierno, de atacarlo, pues éste constituye, al legitimar el derecho de propiedad y sostenerlo con la fuerza brutal, una barrera que se opone al progreso y que hay que abatir si no se desea permanecer indefinidamente en el estado actual o incluso empeorarlo.
De la lucha económica es necesario pasar a la lucha política, es decir, a la lucha contra el gobierno, y en vez de oponer a los millones de los capitalistas los escasos centavos acumulados con gran esfuerzo por los obreros, hay que oponer a los fusiles y a los cañones que defienden la propiedad, los medios mejores que el pueblo pueda encontrar para vencer a la fuerza con la fuerza.

d) La lucha política
Por lucha política entendemos la lucha contra el gobierno y el conjunto de los individuos que detentan la potestad, cualquiera sea el modo en que la hayan adquirido, de dictar las leyes e imponerlas a los gobernados, es decir, al pueblo.
Consecuencia del espíritu de dominio y de la violencia con que algunos hombres se impusieron sobre los demás, el gobierno es al mismo tiempo creador y criatura del privilegio y su defensor natural.
Se dice erróneamente que el gobierno cumple hoy la función de defensor del capitalismo, pero que una vez abolido el capitalismo se volvería representante y administrador de los intereses generales. Ante todo el capitalismo no se podrá destruir sino cuando los trabajadores, una vez expulsado el gobierno, tomen posesión de la riqueza social y organicen la producción y el consumo en interés de todos, por sí mismos, sin esperar la acción de un gobierno 
que aunque lo quisiera no podría ser capaz de hacerlo.
Pero hay algo más: si se destruyera al capitalismo y se dejase subsistir alguna forma de gobierno, éste lo crearía de nuevo mediante la concesión de toda clase de privilegios, puesto que al no poder contentar a todos tendría necesidad de una clase econó-micamente poderosa que lo apoyara a cambio de la protección legal y material que recibiría de él.
Por consiguiente, no se puede abolir el privilegio y establecer sólida y definitivamente la libertad y la igualdad social sino aboliendo al gobierno, no a este o a aquel gobierno, sino a la institución misma del gobierno.
Sin embargo, en esto, como en todos los hechos de interés general, más que en cualquier otro caso, es necesario el consenso de la generalidad, y por ello debemos esforzarnos en persuadir a la gente de que el gobierno es inútil y dañino y que se puede vivir mejor sin él.
Pero como ya hemos repetido, la propaganda por sí sola es impotente para convencer a todo el mundo, y si quisiéramos limitarnos sólo a predicar contra el gobierno, esperando sin valernos de ningún otro medio el día en que el público se convenciera de la posibilidad y utilidad de abolir completamente toda clase de gobierno, ese día no llegaría nunca.
Siempre predicando contra toda clase de gobierno, siempre reclamando la libertad integral, debemos favorecer todas las luchas por las libertades parciales, convencidos de que en la lucha se aprende a luchar, y que comenzando a gustar de un poco de libertad se termina queriéndola toda. Debemos estar siempre con el pueblo, y aunque no logremos hacerle pretender mucho, tratar de que por lo menos comience a pretender algo, y debemos esforzarnos para que aprenda, sea poco o mucho lo que quiera, a quererlo conquistar por sí mismo, y sienta odio y desprecio contra quienes están en el gobierno o quieren llegar a ocuparlo.
Puesto que el gobierno tiene hoy el poder de regular, mediante las leyes, la vida social y ampliar o restringir la libertad de los ciudadanos, como nosotros no podemos arrancarle aún este poder debemos tratar de disminuírselo y de obligarlo a que lo utilice de la forma menos dañina posible.
Pero esto debemos hacerlo estando siempre fuera del gobierno y contra él, presionándolo mediante la agitación en las calles, amenazando con tomar por la fuerza lo que se reclama. Nunca debemos aceptar ninguna clase de función legislativa, sea general o local, porque si lo hiciéramos disminuiríamos la efi cacia de nuestra acción y traicionaríamos el porvenir de nuestra causa.
La lucha contra el gobierno se resuelve, en último análisis, en lucha física, material.
El gobierno hace las leyes. Por lo tanto, debe contar con una fuerza material (ejército y policía) para imponerlas, porque de otra manera, sólo las obedecerían quienes quisieran y las leyes ya no lo serían, sino que constituirían una simple propuesta que cada uno estaría en libertad de aceptar o rechazar. Y los gobiernos tienen esta fuerza y se sirven de ella para poder fortalecer con leyes su dominio y servir a los intereses de las clases privilegiadas oprimiendo y explotando a los trabajadores.
El límite de la opresión del gobierno es la fuerza que el pueblo se muestre capaz de oponerle.
Puede haber conflicto abierto o latente, pero conflicto hay siempre, pues el gobierno no se detiene ante el descontento y la resistencia popular sino cuando siente el peligro de la insurrección.
Cuando el pueblo se somete dócilmente a la ley, o la protesta es débil y platónica, el gobierno atiende a su propio beneficio sin preocuparse de las necesidades populares; cuando la protesta se vuelve enérgica, insistente, amenazadora, el gobierno cede o reprime, según sea más o menos iluminado. Pero siempre se llega a la insurrección, porque si el gobierno no cede, el pueblo termina rebelándose, y si el gobierno cede, el pueblo adquiere fe en sí mismo y pretende cada vez más, hasta que resulta evidente la incompatibilidad entre la libertad y la autoridad y estalla el conflicto violento.
Es necesario entonces prepararse moral y materialmente para que al estallar la lucha violenta la victoria quede en manos del pueblo.
La insurrección victoriosa es el hecho más efi caz para la emancipación popular, puesto que el pueblo, una vez sacudido el yugo, queda en libertad de darse las instituciones que considere mejores, y la distancia que existe entre la ley, siempre retrasada, y el grado de civilización a que ha llegado la masa de la población, se recorre de un salto. La insurrección determina la revolución, es decir, la rápida manifestación de las fuerzas latentes acumuladas durante la evolución anterior.
Todo consiste en qué es capaz de querer el pueblo.
En las insurrecciones pasadas el pueblo, inconsciente de las razones verdaderas de sus males, ha querido siempre muy poco y muy poco ha conseguido.
¿Qué querrá en la próxima insurrección?
Esto depende, en parte, de nuestra propaganda y de la energía que sepamos desplegar.
Deberemos impulsar al pueblo a expropiar a los propietarios y comunizar la propiedad, y a organizar la vida social por sí mismo, mediante asociaciones libremente constituidas, sin esperar las órdenes de nadie y rehusándose a nombrar o a reconocer cualquier clase de gobierno, cualquier cuerpo constituido, que bajo un nombre cualquiera (constituyente, dictadura, etcétera) se atribuya, aunque sea a título provisorio, el derecho de dictar leyes y de imponer a los demás por la fuerza su propia voluntad. 
Y si la masa del pueblo no responde a nuestro llamado, deberemos –en nombre del derecho que tenemos de ser libres aunque los demás quieran seguir siendo esclavos, y mediante la eficacia del ejemplo– realizar por nuestra cuenta lo más posible de nuestras ideas y no reconocer al nuevo gobierno y, mantener viva la resistencia, y hacer que las localidades donde se acojan con simpatía nuestras ideas se constituyan en comunidades anárquicas, rechacen toda injerencia gubernativa, establezcan libres relaciones con las otras localidades que pretendan vivir a su manera.
Deberemos, sobre todo, oponernos con todos los medios a la reconstitución de la policía y del ejército, y aprovechar la ocasión propicia para impulsar a los trabajadores de las localidades no anárquicas a aprovechar la falta de fuerza represiva para imponer las mayores pretensiones que logremos inducirles a plantear.
Y como quiera que marchen las cosas, seguir siempre luchando, sin un instante de interrupción, contra los propietarios y contra los gobernantes, teniendo siempre en vista la emancipación completa, económica, política y moral, de toda la humanidad.

e) Conclusión
Deseamos entonces abolir radicalmente la dominación y la explotación del hombre por el hombre; deseamos que los hombres, hermanados por una solidaridad consciente y deseada, cooperen todos voluntariamente para el bienestar de todos; deseamos que la sociedad esté constituida con el fi n de proporcionar a todos los seres humanos los medios para alcanzar el máximo bienestar posible, el máximo desarrollo moral y material posible; deseamos para todos pan, libertad, amor, ciencia.
Y para llegar a este fi n supremo creemos necesario que los medios de producción estén a disposición de todos, y que ningún hombre o grupo de hombres pueda obligar a los demás a someterse a su voluntad ni ejercitar su influencia sino con la fuerza de la razón y del ejemplo.
Por lo tanto, expropiación de los detentadores del suelo y del capital en benefi cio de todos, y abolición del gobierno.
Y en espera de que esto pueda hacerse: propaganda del ideal; organización de las fuerzas populares; lucha continua, pacífica o violenta según las circunstancias, contra el gobierno y contra los propietarios, para conquistar lo más que se pueda de libertad y de bienestar para todos.