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jueves, 15 de agosto de 2013

Reflexiones sobre el trabajo

La mayor parte de la gente da por sentado hoy en día que todo trabajo es útil, y la mayoría de la gente acomodada, que todo trabajo es deseable. La mayoría, sea o no acomodada, cree que, cuando un hombre está haciendo un trabajo que es aparentemente inútil, de todas formas se está ganando la vida con él —está «empleado», como dice la expresión—; y la mayoría de los que son gente acomodada animan con felicitaciones y alabanzas al feliz trabajador que se priva de todo placer y vacaciones por la sagrada causa del trabajo. En suma, se ha convertido en un artículo de fe de la moral moderna que todo trabajo es bueno en sí mismo, una creencia conveniente para quienes viven del trabajo de otros. Pero en lo que se refiere a estos últimos, a cuya costa viven aquéllos, les recomiendo no creerles en su totalidad, sino que profundicen en la cuestión un poco más.
Admitamos, en primer lugar, que el género humano no tiene más remedio que, o bien trabajar, o bien perecer. La Naturaleza no nos concede nuestro sustento gratis: nos lo tenemos que ganar mediante un trabajo de alguna especie o grado.
Pueden ustedes estar seguros de que así es, de que es propio de la naturaleza del hombre, cuando no se halla enfermo, disfrutar de su trabajo dadas ciertas condiciones. Y, sin embargo, debemos decir, en contra de la mencionada alabanza hipócrita de todo trabajo, cualquiera que éste sea, que hay trabajos que, lejos de ser una bendición, son una maldición, que sería mejor para la comunidad y para el trabajador si a este último le diera por cruzarse de brazos, negarse a trabajar, y prefiriera o morir o dejar que le mandáramos a un asilo de pobres o a la cárcel.
Como ven, hay dos tipos de trabajo: uno bueno y otro malo; uno no muy alejado de ser una bendición y de hacer más fácil y alegre la vida; el otro una maldición, un lastre para nuestra vida.
¿Cuál es, entonces, la diferencia entre ellos? Esta: uno contiene esperanza, el otro no. Es de hombres hacer un tipo de trabajo y de hombres también negarse a hacer el otro.
¿Y cuál es la naturaleza de la esperanza que, cuando está presente en el trabajo, hace que merezca la pena realizarlo? Es una triple esperanza, según creo: la esperanza en el descanso que vendrá, la esperanza en el producto que obtendremos y la esperanza del placer que hallaremos en el trabajo mismo; y la esperanza, también, de que haya abundancia y calidad en todas esas cosas. Esto es, un descanso lo bastante largo y bueno para que merezca la pena descansar, un producto que le merezca la pena obtener a todo el que no sea ni un tonto ni un asceta, un placer lo bastante intenso como para que tengamos conciencia de él mientras trabajamos y no un mero hábito.
He colocado la esperanza de descansar en primer lugar porque es la parte más simple y natural de nuestra esperanza. Por mucho placer que se encuentre en la realización de algunos trabajos, lo cierto es que todo trabajo conlleva siempre un esfuerzo, un sufrimiento: el esfuerzo animal que supone movilizar nuestras dormidas energías para que entren en acción, o el miedo animal al cambio cuando nos sentimos a gusto; y la compensación por ese esfuerzo animal es un descanso animal. Cuando estamos trabajando tenemos que saber que llegará el momento en que no tengamos que seguir trabajando. Asimismo, llegue el descanso, debe ser lo bastante largo como para poder disfrutarlo; debe durar más de lo que es simplemente necesario para recuperar la fuerza de trabajo que hemos consumido en el trabajo, y debe ser también un descanso animal en el hecho de que no ha de ser perturbado por la ansiedad o, de lo contrario, no seremos capaces de disfrutarlo. Mientras tengamos esa cantidad y clase de descanso, no estaremos en peor situación que las bestias.
En cuanto a la esperanza de cosechar el producto, ya he dicho que la Naturaleza nos obliga a trabajar con ese fin. A nosotros nos corresponde encargarnos de que de verdad sea algo lo que produzcamos, y no nada, o al menos nada que no queramos o podamos utilizar. Mientras cuidemos de esto y dirijamos nuestra voluntad a ese objetivo, seremos mejores que las máquinas.
La esperanza de hallar placer en el trabajo mismo: ¡cuán extraña debe parecer esa esperanza a algunos de mis lectores, a la mayoría de ellos! Empero, yo opino que todas las criaturas encuentran placer en el ejercicio de sus energías y que incluso las bestias disfrutan siendo ágiles y rápidas y fuertes. Mas un hombre que, al trabajar, sabe que algo tendrá existencia porque él está trabajando y poniendo su voluntad en ello, está ejercitando tanto las energías de su mente y espíritu como las de su cuerpo. La memoria y la imaginación le ayudan mientras trabaja. No sólo sus propios pensamientos, sino también los de hombres de otras épocas guían sus manos; y, como parte del género humano, crea.
Mientras trabajemos así seremos hombres y nuestros días serán felices y memorables. Así pues, el trabajo valioso lleva aparejada la esperanza en el placer del descanso, la esperanza en el placer de usar lo que producimos y la esperanza en el placer que nos proporcionará el ejercicio de nuestra destreza creativa de cada día.
Cualquier otro trabajo que no sea así carece de valor; es trabajo de esclavos: simple trabajo de bestias para poder vivir, vivir para trabajar.
Ahora bien, la primera cosa y la más fácil de advertir en relación con el trabajo realizado en la civilización es que se halla distribuido de forma muy desigual entre las distintas clases de la sociedad. En primer lugar, existen personas —y no precisamente unas pocas— que no trabajan ni simulan trabajar. A continuación están las personas, un gran número de ellas, que trabajan bastante, aunque con comodidades y vacaciones en abundancia, reclamadas y concedidas.
Por último, hay personas que trabajan tanto que puede decirse que no hacen otra cosa que trabajar, y por ello son llamadas «clases trabajadoras», para distinguirlas de las clases medias y de los ricos o aristocracia, a los que he mencionado antes.
Pues, en primer lugar, en lo que concierne a los ricos que no trabajan, todos sabemos que consumen muchísimo, a pesar de no producir nada. Por lo tanto, se les tiene que mantener claramente a expensas de aquellos que sí trabajan, y son una mera carga para comunidad.
Por otra parte, esa clase, la aristocracia, en una época considerada la más necesaria al Estado, es escasa en número y no tiene ahora ningún poder propio, sino que depende del apoyo de la clase que le sigue inmediatamente: la clase media. Efectivamente, ésta está formada por los hombres de más éxito de esa clase, o bien por sus descendientes directos.
En cuanto a la clase media, que incluye en su seno las clases comerciante, manufacturera y profesional de nuestra sociedad, parece, por regla general, que trabaja bastante y por tanto, a primera vista, podría considerarse que ayuda a la comunidad y que no constituye carga alguna. Sin embargo, la mayor parte de esas personas, aunque trabajen, no producen, y consumen, sin embargo, en cantidades fuera de toda proporción con lo que les correspondería.
Y todos éstos tienen normalmente, conviene recordar, un objetivo a la vista: no la producción de servicios útiles en muchos casos, sino la consecución de una posición para sí mismos y para sus hijos que les permita no tener que trabajar en absoluto. Es su ambición y la meta de su vida entera obtener, si no para sí mismos, al menos para sus hijos, la sublime posición de ser una carga evidente para la comunidad.
A continuación está toda la masa de gente empleada en la produccion de todos esos artículos de lujo cuya demanda es el resultado de la existencia de clases ricas e improductivas; cosas que nunca pediría y con las que nunca soñaría gente que llevara una vida noble, no corrupta. A estas cosas, sea quien sea el que me contradiga, me negaré siempre a llamar riqueza: no son riqueza, sino desperdicio. Riqueza es todo aquello que nos proporciona la Naturaleza y todo aquello que un hombre sensato puede construir con los dones de la Naturaleza para un uso razonable. La luz del sol, el aire fresco, la faz de la tierra sin estropear, la comida, el vestido, y una vivienda necesaria y digna; la acumulación de conocimiento de todas clases y el poder de extenderlo; los medios de comunicación libres entre hombre y hombre; las obras de arte, la belleza que el hombre crea cuando es más plenamente hombre, lleno de aspiraciones y atención en su trabajo. Eso es la riqueza. Y no puedo pensar en nada que merezca la pena tener que no pueda aparecer bajo uno de esos encabezamientos.
Ahora bien, existe una industria aún más triste, en la que muchos se ven obligados a trabajar, muchísimos de nuestros trabajadores: la fabricación de artículos que les son necesarios a ellos y a sus hermanos precisamente porque son una clase inferior. Pues si muchos hombres viven sin producir, es más, tienen que llevar vidas tan vacías y estúpidas como para forzar a una gran parte de los trabajadores a producir artículos que nadie necesita, ni siquiera los ricos, se sigue de ello que la mayoría de los hombres han de ser pobres; y, viviendo como viven con los salarios que proceden de aquellos a los que mantienen, no pueden conseguir para su uso los bienes que los hombres desean naturalmente, sino que no tienen más remedio que aguantarse con lamentables sucedáneos, con comida tosca que no alimenta, con ropa infame que no abriga, con casuchas miserables que bien podrían hacer que un habitante de ciudad en nuestra civilización sintiera nostalgia de la tienda de una tribu nómada o de la cueva del salvaje prehistórico. Pero es más: los trabajadores tienen, incluso, que colaborar en el gran invento industrial de nuestro tiempo, la adulteración, y, prestando esa ayuda, producir para su propio uso simulacros y ridículas imitaciones del lujo de los ricos; y es que los asalariados tienen siempre que vivir como les ordenen los que pagan los salarios, y hasta sus propios hábitos de vida les han sido impuestos por sus amos.
En resumen, en lo que concierne a la forma de trabajo de los Estados civilizados, estos Estados están formados por tres clases: una clase que ni siquiera simula trabajar, una clase que sí tiene pretensiones de trabajar pero que no produce nada, y una clase que trabaja pero que es obligada por las otras dos clases a hacer un trabajo que con frecuencia es improductivo.
La civilización, por tanto, derrocha sus propios recursos y lo seguirá haciendo mientras dure el presente sistema. Estas son palabras frías para describir la tiranía bajo la cual sufrimos; intenten, pues, pensar en lo que significan. Hay en el mundo una cierta cantidad de recursos y fuerzas naturales, así como una cierta cantidad de energía laboral inherente a los hombres que lo habitan.
¿Qué es, entonces, lo primero que hay que hacer? Hemos visto cómo la sociedad moderna se divide en dos clases, una de las cuales tiene el privilegio de ser sostenida por el trabajo de la otra, es decir, obliga a la otra a trabajar para ella y le roba a esta clase inferior todo lo que puede quitarle y utiliza la riqueza así arrebatada para mantener a sus propios miembros en una situación de superioridad, para convertirlos en seres de un orden superior a los otros: seres que viven más, que son más bellos, más respetados, más refinados que los de la otra clase. Como, por otra parte, no sabe utilizar la fuerza de trabajo de la clase inferior de forma honrada, para producir una riqueza auténtica, la derrocha íntegramente produciendo basura.
Es este robo y derroche por parte de la minoría lo que mantiene pobre a la mayoría; si pudiera demostrarse que es necesario conformarse con esta situación para salvaguardar la sociedad, poco más podría decirse sobre este asunto, salvo que la desesperación de la mayoría oprimida acabaría alguna vez por destruir la Sociedad. Pero se ha demostrado, por el contrario, incluso mediante experimentos como el Cooperativismo, que la existencia de una clase privilegiada no es en absoluto necesaria para el «gobierno» de los productores de riqueza o, en otras palabras, para el mantenimiento del privilegio.
El primer paso que habría que dar sería la abolición de una clase de hombres que tienen el privilegio de eludir sus deberes como hombres y que, de este modo, pueden obligar a otros a hacer el trabajo que ellos se niegan a hacer.
Todo el mundo debe trabajar de acuerdo con su destreza y producir, así, lo que consume; esto es, cada hombre debería trabajar lo mejor que sabe para conseguir su propio sustento y su sustento debería asegurársele, es decir, todos los beneficios que la sociedad proporcionaría a todos y cada uno de sus miembros.
De esta manera se fundaría, por fin, una verdadera Sociedad. Esta descansaría sobre la igualdad de condición. Ningún hombre sería atormentado en beneficio de otro; es más, ni un solo hombre sería atormentado en beneficio de la Sociedad. Ni tampoco puede llamarse Sociedad a un orden que no sea mantenido en beneficio de todos y cada uno de sus miembros.
Pero, puesto que los hombres viven ahora pobremente como viven, de forma que mucha gente no produce en absoluto y se desperdicia tanto trabajo, está claro que, en unas condiciones en las que todos produjeran y no se derrochase trabajo, no solamente trabajarían todos con la esperanza segura de obtener con su trabajo la parte que les correspondiera de riqueza, sino también sabiendo que no les faltaría el descanso merecido. Aquí tenemos, pues, dos de las tres clases de esperanza mencionadas antes como una parte esencial de todo trabajo valioso que se han de asegurar al trabajador. Cuando el robo de clase sea abolido, cada hombre cosechará el fruto de su trabajo y cada hombre tendrá el descanso que le corresponde, esto es, tiempo libre.
Mientras el trabajo sea repulsivo, seguirá siendo una carga que tenemos que soportar a diario y que, incluso aunque fueran pocas las horas de trabajo, estropearía nuestra vida. Lo que queremos hacer es aumentar nuestra riqueza sin que disminuya nuestro placer. La Naturaleza no será conquistada hasta que nuestro trabajo se convierta en una parte del placer de nuestras vidas.
El primer paso para liberar a la gente de la obligación de trabajar nos pondrá, al menos, en camino hacia ese objetivo feliz, pues tendremos entonces tiempo y oportunidades para realizarlo. Tal y como están las cosas ahora, entre el desperdicio de fuerza de trabajo producido por la ociosidad y el desperdicio provocado por un trabajo improductivo, está claro que el mundo civilizado es sostenido por una parte pequeña de su gente; si todos trabajaran útilmente para su mantenimiento, la proporción de trabajo que cada uno tendría que realizar sería pequeña y nuestro nivel de vida estaría más o menos a la altura del que las personas acomodadas y refinadas creen en la actualidad que es deseable.

Extractos de "Trabajo útil vs. Trabajo inútil" William Morris.1885