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martes, 31 de julio de 2012

La disputa por el control del poder estatal


¿Más allá del Estado?
En el principio fue el grito. ¿Y luego, qué?
El grito implica un entusiasmo angustiado por cambiar el mundo. Pero,
¿cómo podemos hacerlo? ¿Qué podemos hacer para convertir el mundo en
un lugar mejor, más humano? ¿Qué podemos hacer para poner fin a la
miseria y a la explotación?

I
Tenemos una respuesta a mano: hacerla por medio del Estado. Únete a un partido político, ayúdalo a ganar el poder gubernamental, cambia el mundo de esta manera. O, si eres más impaciente, si estás más enojado, si dudas acerca de qué puede lograrse por medios parlamentarios, únete a una organización revolucionaria. Ayúdala a conquistar el poder estatal por medios violentos o no violentos, y luego utiliza al Estado revolucionario para cambiar la sociedad.
Cambiar el mundo por medio del Estado: este es el paradigma que ha predominado en el pensamiento revolucionario por más de un siglo. El debate que hace cien años sostuvieron Rosa Luxemburg y Eduard Berstein14 sobre "reforma o revolución", estableció claramente los términos que dominarían el pensamiento sobre la revolución durante la mayor parte del siglo veinte. Por un lado, reforma; por el otro, revolución. La reforma era una transición gradual hacia el socialismo, al que se llegaría por el triunfo en las elecciones y la introducción del cambio por vía parlamentaria. La revolución era una transición mucho más vertiginosa, que se lograría con la toma del poder estatal y la rápida introducción del cambio radical, llevado adelante por el nuevo Estado. La intensidad de los desacuerdos encubría un punto básico en común: ambos enfoques se concentraban en el Estado como la posición ventajosa a partir de la cual se podía cambiar la sociedad. A pesar de todas sus diferencias, ambos puntos de vista apuntan a ganar el poder estatal. Esto, por supuesto, no excluye otras formas de lucha. En la perspectiva revolucionaria e inclusive en los enfoques parlamentarios más radicales se considera el hecho de ganar el poder estatal como parte de un repunte de la revuelta social. Sin embargo, se considera que ganar el poder estatal es el punto nodal del proceso revolucionario, el centro desde el cual se irradiará el cambio revolucionario. Los enfoques que quedan fuera de esta dicotomía entre reforma y revolución, fueron estigmatizados como anarquistas (una distinción aguda que se consolidó aproximadamente en la misma época del debate Luxemburg-Bernstein)15. Hasta hace poco, el debate teórico y político (al menos en la tradición marxista), ha estado dominado por estas tres clasificaciones: Revolucionario, Reformista y Anarquista.
El paradigma del Estado, es decir, el supuesto de que ganar el poder estatal es central para el cambio radical dominó, además de la teoría, también la experiencia revolucionaria durante la mayor parte del siglo veinte: no sólo la experiencia de la Unión Soviética y de China, sino también los numerosos movimientos de liberación nacional y de guerrilla de la década del sesenta y del setenta.
Si el paradigma estatal fue el vehículo de esperanza durante gran parte del siglo, se convirtió cada vez más en el verdugo de la esperanza a medida que el siglo avanzaba. La aparente imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo veintiuno refleja, en realidad, el fracaso histórico de un concepto particular de revolución: el que la identifica con el control del Estado.
Ambos enfoques, el "reformista" y el "revolucionario", han fracasado por completo en cumplir con las expectativas de sus entusiastas defensores. Los gobiernos "comunistas" de la Unión Soviética, de China y de otras partes ciertamente incrementaron los niveles de seguridad material y disminuyeron las desigualdades sociales en los territorios de los estados que controlaban (por lo menos de manera temporaria), pero hicieron poco por crear una sociedad autodeterminada o por promover el reino de la libertad que siempre ha sido central en la aspiración comunista16. En el caso de los gobiernos socialdemócratas o reformistas, la situación no es mejor: aunque algunos han logrado incrementos en la seguridad material, su actuación en la práctica se ha diferenciado muy poco de la de los gobiernos que están abiertamente a favor del capitalismo, y la mayoría de los partidos socialdemócratas hace tiempo que han abandonado cualquier pretensión de ser los portadores de la reforma social radical.
Durante más de cien años el entusiasmo revolucionario de la juventud se ha canalizado en la construcción del partido o en el aprendizaje del manejo de armas. Durante más de cien años los sueños de aquellos que han querido un mundo adecuado para la humanidad se han burocratizado y militarizado, todo para que un gobierno ganara el poder del Estado y que, entonces, se lo pudiera acusar de "traicionar" el movimiento que lo llevó hasta allí.
Durante el último siglo la palabra "traición" ha sido clave para la izquierda, en tanto que un gobierno tras otro fueron acusados de "traicionar" los ideales de quienes los apoyaban, al punto tal de que ahora la idea de traición misma se ha vuelto tan trillada que sólo provoca un encogimiento de hombros como queriendo decir: “por supuesto”17. En lugar de recurrir a tantas traiciones en busca de una explicación, quizás necesitemos revisar la idea misma de que la sociedad puede cambiarse consiguiendo el poder del Estado.

II
A primera vista parecería obvio que lograr el control del Estado es la clave para el advenimiento del cambio social. El Estado reclama ser soberano, ejercer el poder al interior de sus fronteras. Esto es central en la idea habitual de democracia: se elige un gobierno para que cumpla con la voluntad de las personas por medio del ejercicio del poder en el territorio del Estado. Esta idea es la base de la afirmación socialdemócrata de que el cambio radical puede alcanzarse por medios constitucionales.
El argumento en contra de esta afirmación es que el punto de vista constitucional aísla al Estado de su contexto social: le atribuye una autonomía de acción que de hecho no tiene. En realidad, lo que el Estado hace está limitado y condicionado por el hecho de que existe sólo como un nodo en una red de relaciones sociales. Esta red de relaciones sociales se centra, de manera crucial, en la forma en la que el trabajo está organizado.
El hecho de que el trabajo esté organizado sobre una base capitalista, significa que lo que el Estado hace y puede hacer está limitado y condicionado por la necesidad de mantener el sistema de organización capitalista del que es parte. Concretamente, esto significa que cualquier gobierno que realice una acción significativa dirigida contra los intereses del capital encontrará como resultado una crisis económica y la huida del capital del territorio estatal.
Los movimientos revolucionarios inspirados por el marxismo siempre han sido conscientes de la naturaleza capitalista del Estado. ¿Por qué, entonces, se han concentrado en el hecho de ganar el poder del Estado como el medio para cambiar la sociedad? Una respuesta es que dichos movimientos con frecuencia han tenido una visión instrumental de la naturaleza capitalista del Estado. Habitualmente lo han tomado como un instrumento de la clase capitalista. La noción de instrumento implica que la relación entre el Estado y la clase capitalista es externa: como un martillo, la clase capitalista manipula ahora al Estado según sus propios intereses; después de la revolución, éste será manipulado por la clase trabajadora según sus propios intereses. Tal punto de vista reproduce, quizás inconscientemente, el aislamiento o la autonomización del Estado respecto de su propio contexto social, aislamiento cuya crítica es el punto de partida de la política revolucionaria. Para retomar un concepto que se desarrollará más adelante, esta visión fetichiza al Estado: lo abstrae de la red de relaciones de poder en la que está inmerso. La dificultad que los gobiernos revolucionarios han tenido en detentar el poder del Estado en favor de los intereses de la clase trabajadora, sugiere que la inmersión del Estado en la red de relaciones sociales capitalistas es mucho más fuerte y más sutil de lo que la noción de instrumentalizad sugeriría. El error de los movimientos marxistas revolucionarios no ha sido negar la naturaleza capitalista del Estado, sino comprender de manera equivocada el grado de integración del Estado en la red de relaciones sociales capitalistas.
Un aspecto importante de esta comprensión equivocada es el grado en el que los movimientos revolucionarios (y, más aún, los reformistas) han tendido a suponer que puede entenderse esa sociedad como nacional (es decir, dentro de límites estatales). Si se entiende a la sociedad como la sociedad argentina, rusa o mexicana obviamente se le otorga peso al planteo de que el Estado puede ser el punto central de la transformación social. Tal supuesto, sin embargo, presupone una abstracción previa del Estado y de la sociedad respecto de sus límites espaciales, un recorte conceptual de las relaciones sociales dentro de las fronteras del Estado. El mundo, en esta concepción, está formado por muchas sociedades nacionales, cada una con su propio Estado, que se relacionan entre sí en una red de relaciones internacionales. Cada Estado es, entonces, el centro de su propio mundo y se torna posible concebir una revolución nacional y ver al Estado como el motor del cambio radical de "su" sociedad.
El problema de tal perspectiva es que las relaciones sociales nunca han coincidido con las fronteras nacionales. Las discusiones actuales sobre la "globalización" apenas resaltan lo que siempre ha sido cierto: las relaciones sociales capitalistas, por naturaleza, siempre han ido más allá de los límites territoriales. Mientras que la relación entre el señor feudal y los siervos siempre fue una relación territorial, la característica distintiva del capitalismo es que liberó la explotación de tales límites territoriales, en virtud de que la relación entre el capitalista y el trabajador está mediada por el dinero. La mediación de las relaciones sociales por el dinero significa una completa desterritorialización de esas relaciones: no existe razón por la cual el empleador y el empleado, el productor y el consumidor, o los trabajadores que cooperan en el mismo proceso de producción, deban estar en el mismo territorio. Las relaciones sociales capitalistas nunca han estado limitadas por las fronteras estatales; por lo tanto, siempre ha sido un error pensar el mundo capitalista como una suma de diferentes sociedades nacionales18. La red de relaciones sociales en las cuales los estados nacionales particulares están inmersos es (y lo ha sido desde el inicio del capitalismo) una red global.
Centrar la revolución en el hecho de adueñarse el poder estatal implica, así, la abstracción del Estado respecto de las relaciones sociales de las cuales es parte. Conceptualmente, se separa al Estado del cúmulo de relaciones sociales que lo rodean y se lo eleva como si fuera un actor autónomo. Al Estado se le atribuye autonomía, si no en el sentido absoluto de la teoría reformista (o liberal), al menos en el sentido de que se lo considera como potencialmente autónomo respecto de las relaciones sociales capitalistas que lo atraviesan.
Pero podría objetarse que es una cruda distorsión de la estrategia revolucionaria. Los movimientos revolucionarios inspirados por el marxismo han considerado, generalmente, que ganar el poder estatal es sólo un componente de un proceso más amplio de transformación social.
Más aún, Lenin no habla sólo de conquistar el poder del Estado sino de destruir el viejo Estado y remplazado con un Estado de los trabajadores y, tanto él como Trotsky estaban más que convencidos de que, para ser exitosa, la revolución tenía que ser internacional. Ciertamente, esto es verdad y es importante evitar caricaturas crudas, pero sigue siendo un hecho el que generalmente se ha considerado la toma del poder del Estado como un elemento particularmente importante, un punto central en el proceso de cambio socia119, un elemento que exige también una concentración de las energías dedicadas a la transformación social.
Concentrarse en esto privilegia, inevitablemente, al Estado como un lugar de poder.
Ya sea que se considere el ganar el poder estatal como el camino exclusivo para el cambio social o se lo considere sólo como un centro de acción existe, inevitablemente, una canalización de la revuelta. Se retorna el fervor de aquellos que luchan por una sociedad diferente y se lo dirige hacia una dirección particular: tomar el poder del Estado. "Si pudiéramos sólo conquistar el Estado (ya sea por medios electorales o militares), entonces seríamos capaces de cambiar la sociedad. Primero, por lo tanto, debemos concentramos en el objetivo central: la conquista del poder del Estado". El argumento continúa en esta línea y se instruye a los jóvenes en lo que esto significa: se los entrena o como soldados o como burócratas, según cómo se entienda la conquista del poder. "Primero construir el ejército, primero construir el partido, esta es la manera de liberarse del poder que nos oprime". La construcción del partido (o la construcción del ejército) eclipsa todo lo demás. Lo que al comienzo era negativo (el rechazo del capitalismo) se convierte en algo positivo (la construcción de instituciones, la construcción del poder). La instrucción en la conquista del poder  inevitablemente se convierte en una instrucción en el poder mismo. Los iniciados aprenden el lenguaje, la lógica y los cálculos del poder; aprenden a manipular las categorías de una ciencia social a la que se le ha dado forma, enteramente, según esta obsesión por el poder. Las diferencias en la organización se convierten en luchas por el poder. La manipulación y la maniobra por el poder se convierten en una forma de vida.
El nacionalismo es un complemento inevitable de la lógica del poder. La idea de que el Estado es el lugar del poder involucra la abstracción del Estado particular respecto del contexto global de relaciones de poder.
Inevitablemente, sin importar en qué medida la inspiración revolucionaria esté guiada por la idea de revolución mundial, el énfasis en un Estado particular como el lugar desde el que surgiría el cambio social radical, implica darle prioridad a la parte del mundo que ese Estado abarca por sobre sus otras partes. Incluso las revoluciones más internacionalistas orientadas hacia la conquista del poder del Estado rara vez han tenido éxito en evitar privilegiar de manera nacionalista "su" Estado por sobre los otros, o incluso en evitar la manipulación abierta del sentimiento nacional para defender la revolución. La idea de cambiar la sociedad por medio del Estado descansa en el concepto de que el Estado es, o debiera ser, soberano. La soberanía estatal es un requisito previo para cambiar la sociedad por medio del Estado, de manera tal que la lucha por el cambio social se trasforma en la lucha por la defensa de la soberanía estatal. La lucha contra el capital, entonces, se convierte en una lucha antiimperialista contra la dominación de los extranjeros, en la que se mezcla el nacionalismo con el anticapitalismo.20 Se confunde autodeterminación con soberanía, cuando de hecho la existencia misma del Estado como forma de las relaciones sociales es la antítesis misma de la autodeterminación.21
No importa cuánto se defienda el movimiento y su importancia, el objetivo de obtener el poder involucra inevitablemente una instrumentalización de la lucha. La lucha tiene un objetivo: conquistar el poder político. La lucha es un medio para alcanzar dicho objetivo. Aquellos elementos de lucha que no contribuyen a alcanzar el objetivo, son considerados secundarios o bien suprimidos en conjunto: se establece una jerarquía de las luchas. Esta instrumentalización/jerarquización es, al mismo tiempo, un empobrecimiento de la lucha. Cuando el mundo se concibe a través del prisma de la conquista del poder, muchas de las luchas, muchas de las maneras de expresión de nuestro rechazo al capitalismo, muchas de las maneras de pelear por nuestros sueños de una sociedad diferente
simplemente se "filtran", permanecen ocultas.  rendemos a suprimirlas y, así, a suprimirnos a nosotros mismos. En la cima de la jerarquía aprendemos a colocar aquella parte de nuestra actividad que contribuye a "hacer la revolución"; en la base, ubicamos frivolidades personales como las relaciones afectivas, la sensualidad, el juego, la risa, el amor. La lucha de clases se vuelve puritana: debe suprimirse la frivolidad porque no contribuye al objetivo. La jerarquización de la lucha es una jerarquización de nuestras vidas y, así, una jerarquización de nosotros mismos.
El partido es la forma organizacional que con mayor claridad expresa esta jerarquización. La forma del partido, ya sea vanguardista o parlamentaria, presupone una orientación hacia el Estado y tiene poco sentido sin él. El partido es, de hecho, la forma de disciplinar la lucha de clases, de subordinar las innumerables formas de lucha de clases al objetivo dominante de ganar el control del Estado. El establecimiento de una jerarquía de luchas se expresa habitualmente en la forma del programa del partido.
Este empobrecimiento instrumentalizado de la lucha no es sólo característico de partidos o corrientes particulares (como el stalinismo, el trotskismo u otras): es inherente a la idea de que el objetivo principal del movimiento es la conquista del poder político. La lucha está perdida desde el comienzo, mucho antes de que el ejército o el partido victorioso tome el poder y "traicione" sus promesas. Está perdida cuando el poder mismo se filtra en el interior de la lucha, una vez que la lógica del poder se convierte en la lógica del proceso revolucionario, una vez que lo negativo del rechazo se convierte en lo positivo de la construcción del poder. Y, habitualmente, los involucrados no lo ven: los iniciados en el poder ni siquiera ven cuán lejos han sido conducidos hacia la forma de razonar y los hábitos del poder.
No ven que, si nos rebelamos en contra del capitalismo no es porque queremos un sistema de poder diferente, es porque pretendemos una sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas. No puede construirse una sociedad de relaciones de no-poder por medio de la conquista del poder. Una vez que se adopta la lógica del poder, la lucha contra el poder ya está perdida.
Así, la idea de cambiar la sociedad por medio de la conquista del poder culmina logrando lo opuesto de lo  que se propone alcanzar. El intento de conquistar el poder implica (en lugar de un paso hacia la abolición de las relaciones de poder), la extensión del campo de relaciones de poder al interior de la lucha en contra del poder. Lo que comienza como un grito de protesta contra el poder, contra la deshumanización de las personas, contra el tratamiento de los hombres como medios y no como fines, termina convirtiéndose en su opuesto, en la imposición de la lógica, de los hábitos y del discurso del poder en el corazón mismo de la lucha en contra del poder.22 Lo que está en discusión en la transformación revolucionaria del mundo no es de quién es el poder sino la existencia misma del poder. Lo que está en discusión no es quién ejerce el poder sino cómo crear un mundo basado en el mutuo reconocimiento de la dignidad humana, en la construcción de relaciones sociales que no sean relaciones de poder.
Parecería que la forma más realista de cambiar la sociedad es centrar la lucha en la conquista del poder del Estado y subordinarla a este objetivo.
Primero ganamos el poder y luego crearemos una sociedad valiosa para la humanidad. Éste es el argumento poderosamente realista de Lenin, especialmente en el ¿Qué hacer?, pero es una lógica compartida por todos los líderes revolucionarios más importantes del siglo veinte: Rosa Luxemburg, Trotsky, Gramsci, Mao, el Che. Sin embargo, la experiencia de sus luchas sugiere23 que el aceptado realismo de la tradición revolucionaria es profundamente irreal. Ese realismo es el realismo del poder y no puede hacer más que reproducir poder. El realismo del poder se centra y se dirige hacia un fin. El realismo del anti-poder, o mejor aún, el anti-realismo del anti-poder, debe ser bastante diferente si vamos a cambiar el mundo. Y debemos cambiar el mundo.

14 Véase alguna de las muchas ediciones de las obras de Luxemburg (1971) y Bernstein (1961).
15 Véase por ejemplo el artículo de Stalin "Anarquismo o Socialismo" (1905), analizado por Néstor Kohan (1998: 33 y ss.).
16 Cuba es, quizás, el caso más atractivo de revolución centrada en el Estado. Sin embargo, aun aquí, los logros de la revolución están lejos de las aspiraciones revolucionarias, no sólo por presiones externas (el bloqueo, la dependencia de la Unión Soviética y su posterior colapso) sino también a causa de la distancia entre Estado y sociedad, a causa de la falta de autodeterminación social. Obviamente la consecuencia de este argumento no es que los países de Estado socialista que todavía existen (como Cuba) simplemente deberían integrarse de manera directa en el mercado mundial sino, más bien, que la fuerza de la revolución depende del grado en que está integrada en la sociedad y en que el Estado deja de ser su punto central. Para una reflexión interesante desde una perspectiva cubana, véase Acanda (2000).
17 Desde que Trotsky publicó La revolución traicionada la de "traición" ha sido una categoría central, al menos para el movimiento trotskista.
18 Sobre este punto, véase von Braunmühl (1978) y Holloway (1993).
19 Véase Luxemburg, (1971:79): "Desde que existen las sociedades de clase, y las luchas de esas clases forman el contenido esencial de la historia social, la conquista del poder fue siempre el fin principal de todas las c1ases".
20 En muchos países la combinación de nacionalismo y revolución se justifica en nombre del antiimperialismo. Cualquiera sea la justificación, siempre descansa sobre el supuesto de que las relaciones sociales se constituyen territorialmente. Para una discusión sobre este tema con respecto al levantamiento zapatista, véase REDaktion (1997: 178-184).
21 Este argumento se desarrollará con más detalle en un capítulo posterior.
22 "Criarse en la casa del poder es aprender sus formas, absorberlas... El hábito del poder, su timbre, su postura, su manera de estar con los otros. Es una enfermedad que infecta todo lo que se le acerca. Si el poderoso te pisotea, estás infecta do por la suela de sus zapatos." (Rushdie, 1998: 211).
23 Podría sostenerse que la experiencia de los movimientos que han tenido por objetivo cambiar el mundo sin tomar el poder sugiere que tales intentos también carecen de realidad. El argumento para explorar la posibilidad de cambiar el mundo sin tomar el poder no se basa sólo en la experiencia histórica sino también en la reflexión teórica sobre la naturaleza del Estado.

CAMBIAR AL MUNDO SIN TOMAR EL PODER - HOLLOWAY- CAPITULO 2

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