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martes, 28 de diciembre de 2010

La ciudad


Día a pleno sol; la ciudad está muy concurrida en sus calles. Camino solo, ensimismado, cabizbajo y con ambas manos unidas sobre la zona sacra. Algo llama mi atención en el horizonte. Me detengo. Improviso con mi mano derecha una visera que coloco en mi frente ya erguida, sobre mis cejas, para así poder divisar a la distancia: veo mucha gente caminando, demasiada. Muy pocos caminan juntos, casi todos son como extraños.
Un pequeño puñado, los menos, benevolentes, se preocupan por su prójimo y están dispuestos, si se los necesita, a dar una mano; siempre atentos, siempre amables, no esperan nada a cambio de su buena acción. Son curiosos, muy dedicados y rechazan los actos desprovistos de sinceridad y buena voluntad.
Otro puñado, este un poco más abundante, tal vez el doble (sino el triple) que aquel otro, piensan en ellos mismos, son egoístas. Su interés personal, a costa de cualquier cosa, es lo único que les importa. Sólo buscan cumplir sus objetivos, el medio a través del cual lo logran, o no, no les interesa. El dinero, la fama y el orgullo son sus principales pilares en la vida.
Pero el resto, sin contar los anteriores 2 puñados, son los que forman el grupo más numeroso. Por amplia mayoría sobrepasa a los otros grupos y, particularmente, es un grupo extraño, de difícil descripción. Parecen autómatas. Van, caminan y caminan todos en la misma dirección, sin pararse a pensar. Cuando uno de ellos pretende cambiar el rumbo, el resto se encarga de advertirlo para que retorne y este rápidamente retoma el camino abandonado. Son un gran rebaño. Diría que parecen clonados, no por su similitud física sino por su actuar. Necesitan siempre el apoyo de su par y les interesa sobremanera lo que opine el resto de la masa. Pocos, o casi ninguno, forman una opinión propia, un punto de vista que diste demasiado del término medio. Buscan siempre la mesura, son temerosos y cobardes. Huyen de sus defectos y tapan sus miedos con diferentes entretenimientos. Se mezclan con los otros 2 grupos pero siempre conservan su identidad. Son sumisos, tratan de ser respetuosos y siguen la tradición. Forman familias y les enseñan a sus hijos a ser ni más ni menos como ellos. Nunca reflexionan demasiado y les molesta pensar en profundidad los problemas de la vida.
Comenzó a caer el sol. Los rayos del Febo ahora son tapados, al menos en parte, por la cima de los altos edificios. Mi visera ya no es necesaria y meto mis manos en los bolsillos de mi pantalón. Ha oscurecido ya casi completamente y los grupos siguen andando copando las calles de la gran urbe. Miro hacia abajo, pensativo, y una cruel, pero pasajera, tristeza recorre mis nervios. Comienzo nuevamente mi marcha con paso lento pero firme y me adentro en el corazón de la inmensa masa.

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