Dicen algunos especialistas, como si fuese una verdad revelada que sólo un hereje o un ignorante osarían cuestionar, que el consumo es el soporte de la economía. Para consumir es necesario dinero. Para tener dinero es necesario trabajar. Si pretendemos acceder a todo lo que se nos propone consumir (con la consecuente promesa de conseguir así felicidad, seguridad, atracción, certezas, poder, etcétera), tendremos que trabajar mucho. La consecuencia es lógica: no nos quedará tiempo libre.
Y el que nos quede lo viviremos, como dice nuestra amiga Inés, con la culpa originada en la sensación de no ser "productivos". Consumir qué, consumir cuánto, consumir para qué, consumir a qué costos (emocionales, vinculares, de salud) no es cosa que preocupe a aquellos especialistas.
Ahora bien, ¿la productividad es tal sólo cuando sus frutos son tangibles, contables y materiales? Los antiguos y sabios griegos no lo veían así. Aristóteles decía que, cuando no está obligado a trabajar, el ser humano se encuentra con su naturaleza verdadera, no alienada, y allí surgen su creatividad y su espíritu en plenitud. En su clásica "Utopía" , el político y teólogo humanista inglés, Tomas Moro (1478-1535) sostenía que seis horas diarias de trabajo alcanzan para atender las necesidades reales de la existencia. En su ensayo "La pereza y la celebración de lo humano", incluido en la provocativa compilación "Contra la cultura del trabajo", debida a Eduardo Sartelli , el profesor de economía argentino Pablo Rieznik rescata aquella y otras ideas. Como las de Tommaso Campanella (1568-1639), poeta y filósofo italiano que veía como suficiente una jornada diaria de cuatro horas para ambos sexos. O las de Robert Owen (1771-1858), inglés, padre del cooperativismo, para quien más allá de las ocho horas de "productividad" se empieza a perder la salud, la inteligencia y la felicidad.
Hasta la Edad Media, ocio y culpa no fueron juntos. Como recuerda el escritor, periodista y estudioso de este tema Osvaldo Baigorria (autor de Con el sudor de tu frente ), se instaló una nueva moral "que logró trasmutar la condena bíblica (ganarás el pan con el sudor de tu frente) en una bendición. En la nueva moral, el ocio fue un contravalor". Poco después, Benjamín Franklin aplicaría su consejo de que "el tiempo es oro" y no hay que perderlo en actividades "innecesarias". Así llegamos a hoy, una posmodernidad en la que, mientras aceleramos en una carrera de promesas ambiguas y destino incierto, el neg-ocio (etimológicamente, negación del ocio) prevalece sobre el ocio. Se estigmatizan la contemplación, el puro sentir, el ser y estar en un aquí y ahora esenciales, el encuentro, la charla, la lectura lenta, el re-descubrimiento de los sonidos, colores y perspectivas de la naturaleza. El ser antes que hacer para tener. Se pretende que hasta el ocio sea productivo (una verdadera contradicción en los conceptos). Se desconoce el derecho de la mente, el cuerpo y el alma al silencio, al reposo, al no hacer. Y se suele pagar, por ello, con síntomas, a menudo graves, de ese mismo cuerpo, esa misma mente, esa misma alma.
El psiquiatra francés de origen ruso Cyrille Koupernik (1917-2008) sostenía que la obsesión con la productividad, el estar siempre haciendo, "permiten evitar el trágico reconocimiento del vacío de la propia existencia, ligado a la insatisfacción de los deseos, a la soledad afectiva". Para Koupernik, "el que está ocupado no piensa". O, al menos, sólo piensa en aquello que lo ocupa. Desvalorizar el ocio, huir de él, significa, paradójicamente, perder un tiempo precioso. El tiempo de encontrarse consigo mismo, de explorar el itinerario existencial, de hacerse consciente de la propia vida y de descubrirse como un ser trascendente. Se dirá que son tiempos duros y hay que trabajar. Es innegable. Pero que el árbol de lo temporal no tape el bosque de lo esencial. Aun en tiempos duros importa la actitud hacia el trabajo y hacia el ocio. Porque es una actitud hacia la vida que se mantendrá en tiempos mejores.
Sergio Sinay
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