¿Más allá del Estado?
En el principio fue el grito. ¿Y
luego, qué?
El grito implica un entusiasmo
angustiado por cambiar el mundo. Pero,
¿cómo podemos hacerlo? ¿Qué
podemos hacer para convertir el mundo en
un lugar mejor, más humano? ¿Qué
podemos hacer para poner fin a la
miseria y a la explotación?
I
Tenemos una
respuesta a mano: hacerla por medio del Estado. Únete a un partido político,
ayúdalo a ganar el poder gubernamental, cambia el mundo de esta manera. O, si
eres más impaciente, si estás más enojado, si dudas acerca de qué puede
lograrse por medios parlamentarios, únete a una organización revolucionaria.
Ayúdala a conquistar el poder estatal por medios violentos o no violentos, y
luego utiliza al Estado revolucionario para cambiar la sociedad.
Cambiar el mundo
por medio del Estado: este es el paradigma que ha predominado en el pensamiento
revolucionario por más de un siglo. El debate que hace cien años sostuvieron
Rosa Luxemburg y Eduard Berstein14 sobre "reforma o revolución", estableció
claramente los términos que dominarían el pensamiento sobre la revolución
durante la mayor parte del siglo veinte. Por un lado, reforma; por el otro,
revolución. La reforma era una transición gradual hacia el socialismo, al que
se llegaría por el triunfo en las elecciones y la introducción del cambio por
vía parlamentaria. La revolución era una transición mucho más vertiginosa, que
se lograría con la toma del poder estatal y la rápida introducción del cambio
radical, llevado adelante por el nuevo Estado. La intensidad de los desacuerdos
encubría un punto básico en común: ambos enfoques se concentraban en el Estado
como la posición ventajosa a partir de la cual se podía cambiar la sociedad. A
pesar de todas sus diferencias, ambos puntos de vista apuntan a ganar el poder
estatal. Esto, por supuesto, no excluye otras formas de lucha. En la
perspectiva revolucionaria e inclusive en los enfoques parlamentarios más
radicales se considera el hecho de ganar el poder estatal como parte de un
repunte de la revuelta social. Sin embargo, se considera que ganar el poder
estatal es el punto nodal del proceso revolucionario, el centro desde el cual
se irradiará el cambio revolucionario. Los enfoques que quedan fuera de esta
dicotomía entre reforma y revolución, fueron estigmatizados como anarquistas
(una distinción aguda que se consolidó aproximadamente en la misma época del debate
Luxemburg-Bernstein)15.
Hasta
hace poco, el debate teórico y político (al menos en la tradición marxista), ha
estado dominado por estas tres clasificaciones: Revolucionario, Reformista y
Anarquista.
El paradigma del
Estado, es decir, el supuesto de que ganar el poder estatal es central para el
cambio radical dominó, además de la teoría, también la experiencia
revolucionaria durante la mayor parte del siglo veinte: no sólo la experiencia
de la Unión Soviética y de China, sino también los numerosos movimientos de
liberación nacional y de guerrilla de la década del sesenta y del setenta.
Si el paradigma
estatal fue el vehículo de esperanza durante gran parte del siglo, se convirtió
cada vez más en el verdugo de la esperanza a medida que el siglo avanzaba. La
aparente imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo veintiuno
refleja, en realidad, el fracaso histórico de un concepto particular de
revolución: el que la identifica con el control del Estado.
Ambos enfoques,
el "reformista" y el "revolucionario", han fracasado por completo
en cumplir con las expectativas de sus entusiastas defensores. Los gobiernos
"comunistas" de la Unión Soviética, de China y de otras partes ciertamente
incrementaron los niveles de seguridad material y disminuyeron las
desigualdades sociales en los territorios de los estados que controlaban (por
lo menos de manera temporaria), pero hicieron poco por crear una sociedad
autodeterminada o por promover el reino de la libertad que siempre ha sido
central en la aspiración comunista16. En el caso de los gobiernos
socialdemócratas o reformistas, la situación no es mejor: aunque algunos han
logrado incrementos en la seguridad material, su actuación en la práctica se ha
diferenciado muy poco de la de los gobiernos que están abiertamente a favor del
capitalismo, y la mayoría de los partidos socialdemócratas hace tiempo que han
abandonado cualquier pretensión de ser los portadores de la reforma social
radical.
Durante más de
cien años el entusiasmo revolucionario de la juventud se ha canalizado en la
construcción del partido o en el aprendizaje del manejo de armas. Durante más
de cien años los sueños de aquellos que han querido un mundo adecuado para la
humanidad se han burocratizado y militarizado, todo para que un gobierno ganara
el poder del Estado y que, entonces, se lo pudiera acusar de
"traicionar" el movimiento que lo llevó hasta allí.
Durante el
último siglo la palabra "traición" ha sido clave para la izquierda, en
tanto que un gobierno tras otro fueron acusados de "traicionar" los ideales
de quienes los apoyaban, al punto tal de que ahora la idea de traición misma se
ha vuelto tan trillada que sólo provoca un encogimiento de hombros como
queriendo decir: “por supuesto”17. En lugar de recurrir a tantas traiciones en busca de
una explicación, quizás necesitemos revisar la idea misma de que la sociedad
puede cambiarse consiguiendo el poder del Estado.
II
A primera vista
parecería obvio que lograr el control del Estado es la clave para el
advenimiento del cambio social. El Estado reclama ser soberano, ejercer el
poder al interior de sus fronteras. Esto es central en la idea habitual de
democracia: se elige un gobierno para que cumpla con la voluntad de las
personas por medio del ejercicio del poder en el territorio del Estado. Esta
idea es la base de la afirmación socialdemócrata de que el cambio radical puede
alcanzarse por medios constitucionales.
El argumento en
contra de esta afirmación es que el punto de vista constitucional aísla al
Estado de su contexto social: le atribuye una autonomía de acción que de hecho
no tiene. En realidad, lo que el Estado hace está limitado y condicionado por
el hecho de que existe sólo como un nodo en una red de relaciones sociales.
Esta red de relaciones sociales se centra, de manera crucial, en la forma en la
que el trabajo está organizado.
El hecho de que
el trabajo esté organizado sobre una base capitalista, significa que lo que el
Estado hace y puede hacer está limitado y condicionado por la necesidad de
mantener el sistema de organización capitalista del que es parte.
Concretamente, esto significa que cualquier gobierno que realice una acción
significativa dirigida contra los intereses del capital encontrará como
resultado una crisis económica y la huida del capital del territorio estatal.
Los movimientos
revolucionarios inspirados por el marxismo siempre han sido conscientes de la
naturaleza capitalista del Estado. ¿Por qué, entonces, se han concentrado en el
hecho de ganar el poder del Estado como el medio para cambiar la sociedad? Una
respuesta es que dichos movimientos con frecuencia han tenido una visión
instrumental de la naturaleza capitalista del Estado. Habitualmente lo han
tomado como un instrumento de la clase capitalista. La noción de instrumento
implica que la relación entre el Estado y la clase capitalista es externa: como
un martillo, la clase capitalista manipula ahora al Estado según sus propios
intereses; después de la revolución, éste será manipulado por la clase
trabajadora según sus propios intereses. Tal punto de vista reproduce, quizás
inconscientemente, el aislamiento o la autonomización del Estado respecto de su
propio contexto social, aislamiento cuya crítica es el punto de partida de la
política revolucionaria. Para retomar un concepto que se desarrollará más
adelante, esta visión fetichiza al Estado: lo abstrae de la red de relaciones
de poder en la que está inmerso. La dificultad que los gobiernos
revolucionarios han tenido en detentar el poder del Estado en favor de los
intereses de la clase trabajadora, sugiere que la inmersión del Estado en la
red de relaciones sociales capitalistas es mucho más fuerte y más sutil de lo
que la noción de instrumentalizad sugeriría. El error de los movimientos
marxistas revolucionarios no ha sido negar la naturaleza capitalista del
Estado, sino comprender de manera equivocada el grado de integración del Estado
en la red de relaciones sociales capitalistas.
Un aspecto
importante de esta comprensión equivocada es el grado en el que los movimientos
revolucionarios (y, más aún, los reformistas) han tendido a suponer que puede
entenderse esa sociedad como nacional (es decir, dentro de límites estatales).
Si se entiende a la sociedad como la sociedad argentina, rusa o mexicana
obviamente se le otorga peso al planteo de que el Estado puede ser el punto
central de la transformación social. Tal supuesto, sin embargo, presupone una
abstracción previa del Estado y de la sociedad respecto de sus límites
espaciales, un recorte conceptual de las relaciones sociales dentro de las
fronteras del Estado. El mundo, en esta concepción, está formado por muchas
sociedades nacionales, cada una con su propio Estado, que se relacionan entre
sí en una red de relaciones internacionales. Cada Estado es, entonces, el
centro de su propio mundo y se torna posible concebir una revolución nacional y
ver al Estado como el motor del cambio radical de "su" sociedad.
El problema de
tal perspectiva es que las relaciones sociales nunca han coincidido con las
fronteras nacionales. Las discusiones actuales sobre la "globalización"
apenas resaltan lo que siempre ha sido cierto: las relaciones sociales
capitalistas, por naturaleza, siempre han ido más allá de los límites territoriales.
Mientras que la relación entre el señor feudal y los siervos siempre fue una
relación territorial, la característica distintiva del capitalismo es que
liberó la explotación de tales límites territoriales, en virtud de que la
relación entre el capitalista y el trabajador está mediada por el dinero. La
mediación de las relaciones sociales por el dinero significa una completa
desterritorialización de esas relaciones: no existe razón por la cual el
empleador y el empleado, el productor y el consumidor, o los trabajadores que
cooperan en el mismo proceso de producción, deban estar en el mismo territorio.
Las relaciones sociales capitalistas nunca han estado limitadas por las
fronteras estatales; por lo tanto, siempre ha sido un error pensar el mundo
capitalista como una suma de diferentes sociedades nacionales18. La red de
relaciones sociales en las cuales los estados nacionales particulares están
inmersos es (y lo ha sido desde el inicio del capitalismo) una red global.
Centrar la
revolución en el hecho de adueñarse el poder estatal implica, así, la
abstracción del Estado respecto de las relaciones sociales de las cuales es parte.
Conceptualmente, se separa al Estado del cúmulo de relaciones sociales que lo
rodean y se lo eleva como si fuera un actor autónomo. Al Estado se le atribuye
autonomía, si no en el sentido absoluto de la teoría reformista (o liberal), al
menos en el sentido de que se lo considera como potencialmente autónomo
respecto de las relaciones sociales capitalistas que lo atraviesan.
Pero podría
objetarse que es una cruda distorsión de la estrategia revolucionaria. Los
movimientos revolucionarios inspirados por el marxismo han considerado,
generalmente, que ganar el poder estatal es sólo un componente de un proceso
más amplio de transformación social.
Más aún, Lenin
no habla sólo de conquistar el poder del Estado sino de destruir el viejo
Estado y remplazado con un Estado de los trabajadores y, tanto él como Trotsky
estaban más que convencidos de que, para ser exitosa, la revolución tenía que
ser internacional. Ciertamente, esto es verdad y es importante evitar
caricaturas crudas, pero sigue siendo un hecho el que generalmente se ha
considerado la toma del poder del Estado como un elemento particularmente
importante, un punto central en el proceso de cambio socia119, un elemento
que exige también una concentración de las energías dedicadas a la
transformación social.
Concentrarse en
esto privilegia, inevitablemente, al Estado como un lugar de poder.
Ya sea que se
considere el ganar el poder estatal como el camino exclusivo para el cambio
social o se lo considere sólo como un centro de acción existe, inevitablemente,
una canalización de la revuelta. Se retorna el fervor de aquellos que luchan
por una sociedad diferente y se lo dirige hacia una dirección particular: tomar
el poder del Estado. "Si pudiéramos sólo conquistar el Estado (ya sea por
medios electorales o militares), entonces seríamos capaces de cambiar la
sociedad. Primero, por lo tanto, debemos concentramos en el objetivo central:
la conquista del poder del Estado". El argumento continúa en esta línea y
se instruye a los jóvenes en lo que esto significa: se los entrena o como
soldados o como burócratas, según cómo se entienda la conquista del poder.
"Primero construir el ejército, primero construir el partido, esta es la
manera de liberarse del poder que nos oprime". La construcción del partido
(o la construcción del ejército) eclipsa todo lo demás. Lo que al comienzo era
negativo (el rechazo del capitalismo) se convierte en algo positivo (la
construcción de instituciones, la construcción del poder). La instrucción en la
conquista del poder inevitablemente se
convierte en una instrucción en el poder mismo. Los iniciados aprenden el
lenguaje, la lógica y los cálculos del poder; aprenden a manipular las
categorías de una ciencia social a la que se le ha dado forma, enteramente,
según esta obsesión por el poder. Las diferencias en la organización se
convierten en luchas por el poder. La manipulación y la maniobra por el poder
se convierten en una forma de vida.
El nacionalismo
es un complemento inevitable de la lógica del poder. La idea de que el Estado
es el lugar del poder involucra la abstracción del Estado particular respecto
del contexto global de relaciones de poder.
Inevitablemente,
sin importar en qué medida la inspiración revolucionaria esté guiada por la
idea de revolución mundial, el énfasis en un Estado particular como el lugar
desde el que surgiría el cambio social radical, implica darle prioridad a la
parte del mundo que ese Estado abarca por sobre sus otras partes. Incluso las
revoluciones más internacionalistas orientadas hacia la conquista del poder del
Estado rara vez han tenido éxito en evitar privilegiar de manera nacionalista
"su" Estado por sobre los otros, o incluso en evitar la manipulación
abierta del sentimiento nacional para defender la revolución. La idea de
cambiar la sociedad por medio del Estado descansa en el concepto de que el
Estado es, o debiera ser, soberano. La soberanía estatal es un requisito previo
para cambiar la sociedad por medio del Estado, de manera tal que la lucha por
el cambio social se trasforma en la lucha por la defensa de la soberanía
estatal. La lucha contra el capital, entonces, se convierte en una lucha
antiimperialista contra la dominación de los extranjeros, en la que se mezcla
el nacionalismo con el anticapitalismo.20 Se confunde autodeterminación con
soberanía, cuando de hecho la existencia misma del Estado como forma de las
relaciones sociales es la antítesis misma de la autodeterminación.21
No importa
cuánto se defienda el movimiento y su importancia, el objetivo de obtener el
poder involucra inevitablemente una instrumentalización de la lucha. La lucha
tiene un objetivo: conquistar el poder político. La lucha es un medio para
alcanzar dicho objetivo. Aquellos elementos de lucha que no contribuyen a
alcanzar el objetivo, son considerados secundarios o bien suprimidos en
conjunto: se establece una jerarquía de las luchas. Esta instrumentalización/jerarquización
es, al mismo tiempo, un empobrecimiento de la lucha. Cuando el mundo se concibe
a través del prisma de la conquista del poder, muchas de las luchas, muchas de
las maneras de expresión de nuestro rechazo al capitalismo, muchas de las maneras
de pelear por nuestros sueños de una sociedad diferente
simplemente se "filtran",
permanecen ocultas. rendemos a
suprimirlas y, así, a suprimirnos a nosotros mismos. En la cima de la jerarquía
aprendemos a colocar aquella parte de nuestra actividad que contribuye a "hacer
la revolución"; en la base, ubicamos frivolidades personales como las
relaciones afectivas, la sensualidad, el juego, la risa, el amor. La lucha de
clases se vuelve puritana: debe suprimirse la frivolidad porque no contribuye
al objetivo. La jerarquización de la lucha es una jerarquización de nuestras
vidas y, así, una jerarquización de nosotros mismos.
El partido es la
forma organizacional que con mayor claridad expresa esta jerarquización. La
forma del partido, ya sea vanguardista o parlamentaria, presupone una
orientación hacia el Estado y tiene poco sentido sin él. El partido es, de
hecho, la forma de disciplinar la lucha de clases, de subordinar las
innumerables formas de lucha de clases al objetivo dominante de ganar el
control del Estado. El establecimiento de una jerarquía de luchas se expresa habitualmente
en la forma del programa del partido.
Este
empobrecimiento instrumentalizado de la lucha no es sólo característico de
partidos o corrientes particulares (como el stalinismo, el trotskismo u otras):
es inherente a la idea de que el objetivo principal del movimiento es la
conquista del poder político. La lucha está perdida desde el comienzo, mucho
antes de que el ejército o el partido victorioso tome el poder y
"traicione" sus promesas. Está perdida cuando el poder mismo se filtra
en el interior de la lucha, una vez que la lógica del poder se convierte en la
lógica del proceso revolucionario, una vez que lo negativo del rechazo se
convierte en lo positivo de la construcción del poder. Y, habitualmente, los
involucrados no lo ven: los iniciados en el poder ni siquiera ven cuán lejos
han sido conducidos hacia la forma de razonar y los hábitos del poder.
No ven que, si
nos rebelamos en contra del capitalismo no es porque queremos un sistema de
poder diferente, es porque pretendemos una sociedad en la cual las relaciones
de poder sean disueltas. No puede construirse una sociedad de relaciones de
no-poder por medio de la conquista del poder. Una vez que se adopta la lógica
del poder, la lucha contra el poder ya está perdida.
Así, la idea de
cambiar la sociedad por medio de la conquista del poder culmina logrando lo
opuesto de lo que se propone alcanzar.
El intento de conquistar el poder implica (en lugar de un paso hacia la
abolición de las relaciones de poder), la extensión del campo de relaciones de
poder al interior de la lucha en contra del poder. Lo que comienza como un
grito de protesta contra el poder, contra la deshumanización de las personas,
contra el tratamiento de los hombres como medios y no como fines, termina convirtiéndose
en su opuesto, en la imposición de la lógica, de los hábitos y del discurso del
poder en el corazón mismo de la lucha en contra del poder.22 Lo que está en
discusión en la transformación revolucionaria del mundo no es de quién es el
poder sino la existencia misma del poder. Lo que está en discusión no es quién
ejerce el poder sino cómo crear un mundo basado en el mutuo reconocimiento
de la dignidad humana, en la construcción de relaciones sociales que no sean
relaciones de poder.
Parecería que la
forma más realista de cambiar la sociedad es centrar la lucha en la conquista
del poder del Estado y subordinarla a este objetivo.
Primero ganamos
el poder y luego crearemos una sociedad valiosa para la humanidad. Éste
es el argumento poderosamente realista de Lenin, especialmente en el ¿Qué
hacer?, pero es una lógica compartida por todos los líderes revolucionarios
más importantes del siglo veinte: Rosa Luxemburg, Trotsky, Gramsci, Mao, el
Che. Sin embargo, la experiencia de sus luchas sugiere23 que el aceptado
realismo de la tradición revolucionaria es profundamente irreal. Ese realismo
es el realismo del poder y no puede hacer más que reproducir poder. El realismo
del poder se centra y se dirige hacia un fin. El realismo del anti-poder, o
mejor aún, el anti-realismo del anti-poder, debe ser bastante diferente si
vamos a cambiar el mundo. Y debemos cambiar el mundo.
14 Véase alguna de las muchas ediciones de
las obras de Luxemburg (1971) y Bernstein (1961).
15 Véase por
ejemplo el artículo de Stalin "Anarquismo o Socialismo" (1905),
analizado por Néstor Kohan (1998: 33 y ss.).
16 Cuba es, quizás,
el caso más atractivo de revolución centrada en el Estado. Sin embargo, aun
aquí, los logros de la revolución están lejos de las aspiraciones
revolucionarias, no sólo por presiones externas (el bloqueo, la dependencia de
la Unión Soviética y su posterior colapso) sino también a causa de la distancia
entre Estado y sociedad, a causa de la falta de autodeterminación social.
Obviamente la consecuencia de este argumento no es que los países de Estado
socialista que todavía existen (como Cuba) simplemente deberían integrarse de
manera directa en el mercado mundial sino, más bien, que la fuerza de la revolución
depende del grado en que está integrada en la sociedad y en que el Estado deja
de ser su punto central. Para una reflexión interesante desde una perspectiva
cubana, véase Acanda (2000).
17 Desde que
Trotsky publicó La revolución traicionada la de "traición" ha sido
una categoría central, al menos para el movimiento trotskista.
18 Sobre este punto, véase von Braunmühl
(1978) y Holloway (1993).
19 Véase Luxemburg,
(1971:79): "Desde que existen las sociedades de clase, y las luchas de
esas clases forman el contenido esencial de la historia social, la conquista
del poder fue siempre el fin principal de todas las c1ases".
20 En muchos países
la combinación de nacionalismo y revolución se justifica en nombre del antiimperialismo.
Cualquiera sea la justificación, siempre descansa sobre el supuesto de que las
relaciones sociales se constituyen territorialmente. Para una discusión sobre
este tema con respecto al levantamiento zapatista, véase REDaktion (1997:
178-184).
21 Este argumento se desarrollará con más
detalle en un capítulo posterior.
22 "Criarse en
la casa del poder es aprender sus formas, absorberlas... El hábito del poder,
su timbre, su postura, su manera de estar con los otros. Es una enfermedad que
infecta todo lo que se le acerca. Si el poderoso te pisotea, estás infecta do
por la suela de sus zapatos." (Rushdie, 1998: 211).
23 Podría
sostenerse que la experiencia de los movimientos que han tenido por objetivo
cambiar el mundo sin tomar el poder sugiere que tales intentos también carecen
de realidad. El argumento para explorar la posibilidad de cambiar el mundo sin
tomar el poder no se basa sólo en la experiencia histórica sino también en la
reflexión teórica sobre la naturaleza del Estado.
CAMBIAR AL MUNDO SIN TOMAR EL PODER - HOLLOWAY- CAPITULO 2
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