Emma Goldman 1896-1940 |
El gran defecto de la emancipación en la actualidad estriba en su inflexibilidad artificial y en su respetabilidad estrecha, que produce en el alma de la mujer un vacío que no deja beber de la fuente de la vida. En una ocasión señalé que parece existir una relación más profunda entre la madre y el ama de casa del viejo estilo, aun cuando esté dedicada al cuidado de los pequeños y a procurar la felicidad de los que ama, y la verdadera mujer nueva, que entre ésta y el término medio de sus hermanas emancipadas. Las discípulas de la emancipación pura y simple pensaron de mí que era una hereje digna de la hoguera. Su ceguera no les dejó ver que mi comparación entre lo viejo y lo nuevo era simplemente para demostrar que un gran número de nuestras abuelas tenían más sangre en las venas, más humor e ingenio, y -por supuesto- mucha más naturalidad, buen corazón y sencillez, que la mayoría de nuestras profesionales emancipadas, que llenan los colegios, aulas universitarias y oficinas. Con esto no quiero decir que haya que volver al pasado, ni que condene a la mujer a sus antiguos dominios de la cocina y los hijos.
La salvación está en el avance hacia un futuro más brillante y más claro. Necesitamos desprendernos sin trabas de las viejas tradiciones y costumbres, y el movimiento en pro de la emancipación de la mujer no ha dado hasta ahora más que el primer paso en esa dirección. Hay que esperar que se consolide y realice nuevos avances. El derecho al voto y la igualdad de derechos civiles son reivindicaciones justas, pero la verdadera emancipación no comienza ni en las urnas ni en los tribunales, sino en el alma de la mujer. La historia nos cuenta que toda clase oprimida obtuvo la verdadera libertad de sus señores por sus propios esfuerzos. Es preciso que la mujer aprenda esa lección, que se de cuenta que la libertad llegará donde llegue su capacidad de alcanzarla. Por consiguiente, es mucho más importante que empiece con su regeneración interior, que abandone el lastre de los prejuicios, de las tradiciones y de las costumbres. La exigencia de derechos iguales en todos los aspectos de la vida profesional es muy justa, pero, después de todo, el derecho más importante es el derecho a amar y ser amada. Por supuesto, si la emancipación parcial ha de convertirse en una emancipación completa y auténtica de la mujer, deberá acabar con la ridícula pretensión de que ser amada, convertirse en novia y madre, es sinónimo de esclava o subordinada. Tendrá que terminar con el estúpido concepto del dualismo de los sexos, o de que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.
La mezquindad separa y la libertad une. Seamos grandes y desprendidas y no olvidemos los asuntos vitales, agobiados por las pequeñeces. Una idea verdaderamente justa de la relación entre los sexos no admitirá los conceptos de conquistador y conquistada; lo único importante es darse a sí mismo sin límites para encontrarse más rico, más profundo y mejor. Solamente eso puede llenar el vacío y transformar la tragedia de la mujer emancipada en una alegría sin límites.
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