¿El sentido de la vida? Otra estéril divagación filosófica, pensarán algunos, hablemos en su lugar de los problemas concretos e inmediatos que nos acosan a diario.
Sin embargo, si una persona pudiese pensar con estricta lógica y elegir el orden cronológico en el cual afrontar los problemas de su existencia, no hay duda que comenzaría por preguntarse sobre su propia situación en el mundo, sobre el sentido profundo de su vida…, y de la vida. Antes de preocuparse por modificar las condiciones materiales de su vida, no cabe duda que se preguntaría en primer lugar si la vida vale realmente la pena de ser vivida.
La pregunta es importante, sin embargo resulta que antes de interrogarnos sobre la vida ya nos gusta la vida, y nuestro subconsciente nos incita a no plantear de forma demasiado directa ciertas preguntas que podrían arrastrarnos hacia un vértigo mortal.
Pascal lo presentía cuando decía: “Nuestra condición débil y mortal (es) tan miserable que nada puede confortarnos cuando la pensamos de cerca”.
Sin embargo, Camus tendrá el valor de adentrarse en esa vía árida y peligrosa y la seguirá hasta el final, sean cuales sean las consecuencias. Descubrirá entonces que ese vértigo, o cuanto menos ese malestar, que nos invade, sobre todo si somos ateos,al detenernos sobre el problema de la vida surge el descubrimiento del absurdo.
El ser humano vive en la contradicción, las contradicciones lo desgarran dolorosamente y desea superarlas con toda la fuerza de su ser, pero sabe al mismo tiempo que son insuperables.
Todo ser humano aspira a embriagarse de victorias y, sin embargo, toda vida es un fracaso, como muy bien lo sabe en el fondo de sí mismo, pero prefiere aturdirse con palabras, dejarse cegar por la acción, “divertirse”, cualquier cosa salvo mirar de frente el verdadero sentido de sus actos. Pero un día la verdad le estalla dolorosamente en plena cara, como una bomba: “levantarse, tranvía, las cuatro horas de oficina o de fábrica, almuerzo, tranvía, otras cuatro horas de trabajo, cena, dormir…, y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, todo sobre el mismo ritmo...” De repente, el “¿por qué?” y el “¿para qué?” surgen con toda su brutalidad, y la imposibilidad de vislumbrar un atisbo de respuesta abre las puertas a un sentimiento de náusea, de asco y de cansancio que se encuentra en los inicios de la conciencia del absurdo.
Para entender mejor lo que estamos aludiendo quizá no sea inútil intentar definir el concepto y el sentimiento del absurdo.
Cualquier diccionario diría, de manera lapidaria, que se trata del sentimiento que invade una persona en presencia de hechos desproporcionados, de hechos contradictorios con la razón. Por ejemplo, si vemos un hombre retirar cubos de agua del Mediterráneo con la intención, y la convicción, de vaciarlo, pensaremos que su acto es absurdo, que es absurdo ya que existe una contradicción manifiesta entre el objetivo que persigue y los medios utilizados para alcanzar ese objetivo. Y los ejemplos podrían multiplicarse ad infinitum, y cada vez veríamos que el sentimiento del absurdo nace de una contradicción, de un divorcio.
En el plano existencial, precisamente allí donde éste adquiere sus tintes más dramáticos, el absurdo radica también en la aguda conciencia de una contradicción insuperable y dolorosa.
Por una parte ardemos de un deseo salvaje y desenfrenado de vivir, por otra parte estamos absolutamente seguros de que vamos a morir. Frente a la certeza de su destrucción y a la fuga inexorable del tiempo, la carne experimenta un escalofrío de horror y en su grito, en su rebelión estéril e inútil, se reconocen las señas del absurdo.
Estamos hechos de una voluntad, de una necesidad irreductible de claridad, de comprensión, pero nuestras interrogaciones quedan petrificadas en su propio impulso y permanecen sin respuesta. Ansiamos conocer el mundo pero contemplándolo de frente, una noche en el campo, sentimos bruscamente todo su indescifrable espesor, nos sentimos repentinamente e irremediablemente extranjeros al mundo, a su inhumanidad, a la tranquila impasibilidad de las piedras y de las montañas que nos ignoran. En este silencio obstinado del mundo se reconoce de nuevo el absurdo.
Precisemos, con todo, que el absurdo no radica en nuestra condición mortal, o en el silencio del mundo, nace de una condición mortal enfrentada violentamente con el rechazo de esa condición, está en el silencio del mundo enfrentado al deseo de entender el mundo, el absurdo nace siempre de un choque violento, y es, en sí misma, una contradicción: en cuanto aceptamos la absurdidad ésta se disuelve y desaparece, sólo se mantiene en la medida en que la rechazamos obstinadamente. “El absurdo sólo tiene sentido en la medida en que éste no se acepta”. No radica pues en comprobar que algo no tiene sentido, es también y al mismo tiempo, la negativa a admitir que no tiene sentido, el violento deseo de encontrar una razón a lo que no tiene ninguna. El absurdo es una tensión perpetua entre dos términos, un desgarramiento continuo. Tomar conciencia que la vida no tiene sentido no es nada, lo que resulta dramático es sentir al mismo tiempo la necesidad imperiosa, la necesidad lancinante, de darle un sentido y no poder hacerlo. Frente a una ecuación de Einstein lo absurdo no es que carezca de sentido para mi, lo absurdo surge cuando no pudiendo comprenderla, siento al mismo tiempo la necesidad imperiosa de descifrarla, de entender su significado a pesar de todo.
Acotados los rasgos del absurdo, ahora que reconocemos bajo cada uno de nuestros actos el amargo sentimiento de su presencia, nos resulta imposible retroceder, es necesario mirarlo fijamente con una lucidez desesperada e intentar sacar todas las conclusiones que se imponen, sin que esas conclusiones eludan ninguno de los términos del absurdo.
La primera actitud que parece desprenderse del reconocimiento del absurdo es la que formularon la mayoría de los filósofos de la existencia, desde Jaspers a Chestov y a Kierkegaard: la esperanza.
En efecto, puesto que, a pesar de nuestros deseos más ardientes, no conseguimos comprender el mundo, puesto que no alcanzamos a encontrar el sentido de la vida, es porque el mundo y la vida no forman parte del ámbito de nuestra razón, es porque pertenecen a algo más amplio e irracional que nos trasciende, que nos sobrepasa y que no puede ser sino Dios. La vida es incomprensible, por lo tanto Dios existe, su grandeza es su inconsecuencia, su prueba es su inhumanidad. Estamos salvados: “en su fracaso, el creyente encuentra su triunfo”, y se comprende entonces el famoso “creo porque es absurdo”. La esperanza está permitida, pero entonces el absurdo desaparece. Se toma apoyo sobre lo absurdo para fundar la esperanza, pero ésta lo aniquila inmediatamente puesto que lo absurdo exige para permanecer que no se lo acepte. Esto representa un suicidio filosófico: se limita a añadir una hipótesis: “Dios”, que no es constructiva y no aporta nada positivo, destruyendo al mismo tiempo la única cosa que es evidente, es decir, el absurdo. Realmente, no sé si el mundo tiene un sentido que lo supera, lo que sé es que es absurdo, y punto, y que debo mantener esta verdad; se trata únicamente de saber si quiero vivir con ella..., y solamente con ella.
La segunda actitud que parece autorizar el absurdo es la de la desesperación absoluta, con el suicidio como horizonte. Puesto que nada tiene sentido, puesto que sólo nos espera el fracaso como seres vivos, entonces quizá sea preferible detener una comedia que reconocemos como absurda, y adelantarnos con un gesto al resultado inevitable que llegará algún día, ahorrándonos así una suma de dolores y sufrimientos que finalmente no sirven de nada Ciertamente el suicidio resuelve el absurdo, puesto que con la muerte éste desaparece. Sin embargo, es una solución inaceptable al igual que la de la esperanza, ya que el absurdo requiere que no se consienta a él: “es, indisolublemente, rechazo y conciencia de la muerte”. En el momento en que se suicida, el hombre niega al mismo tiempo las razones por las cuales se suicida, es decir, el absurdo. La conciencia del carácter absurdo de la vida no se deriva de una tranquila constatación, es un desgarramiento, una tensión interminable y un rechazo de la absurdidad misma de la vida y de la muerte. Se trata de morir irreconciliado y no de pleno acuerdo.
Finalmente la tercera actitud es la de la rebelión, la del “hombre absurdo”.
Tiene una conciencia aguda de la absurdidad de su situación, de la inutilidad profunda de su vida, pero no lo acepta, se rebela contra esta situación ya que tiene el sentimiento de ser inocente, y finalmente accede a una extraña libertad que permanece inaccesible a los demás, ya que el hombre absurdo se libera del futuro, todo depende de él, su destino le pertenece por fin.
En efecto, hay una libertad absoluta, eterna y una libertad a la medida del ser humano, concreta e inmediata; el absurdo destruye una y libera la otra.
El hombre de la esperanza o de la inconsciencia vive como si fuese libre, vive con unos objetivos, con una constante preocupación por el futuro, y conforma todos sus pensamientos y sus actos a esos objetivos y al sentido de la vida que cree haber descubierto, se cree libre pero está en esclavitud. El hombre absurdo no tiene futuro, sabe que es esclavo de una condición contra la cual se rebela, por eso no hace nada con miras a lo eterno, por eso no cree en el sentido profundo de las cosas, tiene hacia el futuro una sublime indiferencia que hace saltar todas las barreras y que permite agotar completamente lo dado, el presente. La indudable certeza de su esclavitud le otorga una maravillosa libertad. Se trata para él de volcarse decididamente hacia alegrías sin día despues, todo le está permitido. El presente y la sucesión de los presentes ante un alma sin cesar consciente: ése es el ideal del hombre absurdo.
Tomas Ibañez - Actualidad del anarquismo