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sábado, 18 de abril de 2015

Democracia directa y participación


El hecho de vivir en una sociedad en la que ciertos modelos de organización han llegado a convertirse en prácticas habituales puede provocar en las personas la equivocada percepción de que esos modelos forman parte de la naturaleza de las cosas.
Las instituciones sociales nos resultan algo familiar y natural: simplemente están ahí y funcionan con la misma naturalidad con la que las manzanas están en las ramas del árbol y terminan cayendo al suelo cuando maduran. Olvida que hay un largo proceso evolutivo que ha hecho posible que en un determinado momento arraigue.
Por las propias características de los seres humanos, poco hay de fijo y estable en las instituciones y los procedimientos que los mismos seres humanos establecemos para organizar nuestra vida en común. Somos, sin duda, animales sociales cuya supervivencia material depende de la capacidad que tenemos de organizarnos, compartiendo y repartiendo todas la tareas necesarias y regulando las relaciones, con frecuencia conflictivas y siempre complejas, que tenemos que establecer entre nosotros.

2 a. La institución de la democracia
En estos momentos, parecen gozar de aceptación, cuando menos retórica, los criterios que inauguran la modernidad. Según ésta serán mejores aquellas sociedades que: garanticen un mejor nivel de vida para todo el mundo (en el que se incluyen no sólo bienes materiales); incluyan a todas las personas como ciudadanos de pleno derecho cuya participación en la vida política es necesaria y deseable; respeten unos derechos fundamentales; logren la adhesión de las personas a las instituciones sociales y políticas sin recurrir a mecanismos de coacción y fuerza; y establezcan mecanismos adecuados para evitar la acumulación y concentración de poder en unos pocos. Lo que debe quedar claro es que este modelo de sociedades democráticas no es algo natural, sino el resultado de un esfuerzo deliberado de determinados grupos sociales que en un momento dado de la historia consideran que no es posible apelar a ninguna fundamentación externa (el orden divino, por ejemplo) de la vida política y que es
responsabilidad de los seres humanos, libres, autónomos y solidarios, el dotarse de las instituciones más adecuadas para la consecución de los objetivos propios de una vida en sociedad. No siempre se ha aspirado a construir sociedades democráticas y nada garantiza que esa aspiración vaya a durar para siempre.
La democracia da por supuesto que somos personas autónomas y libres, capaces de embarcarnos en proyectos comunes apelando exclusivamente al diálogo racional para solventar los problemas que pueda plantear nuestra convivencia. No obstante, las personas autónomas, libres y solidarias son al mismo tiempo el resultado de sociedades democráticas. un proceso de democratización se inicia cuando un grupo suficiente de personas decide exigir participar en condiciones de igualdad en la organización de la vida política y considera además que el resto de la sociedad debe implicarse en el proceso ejerciendo su libertad y autonomía; al mismo tiempo, conforme se avanza en el proceso de democratización las personas van consiguiendo un grado de autonomía, libertad y apoyo mutuo superior al que tenían cuando se embarcaron en esta apuesta democrática. De aquí se sigue que no resulta nada sencillo prever el momento final del proceso democrático, pues éste es más bien un proceso permanente de institución sin un punto final en el que se alcance la meta de una sociedad plenamente democrática, totalmente reconciliada consigo misma e íntegramente respetuosa de la heterogeneidad de los sujetos que la configuran. La democracia es algo que se hace, no que se tiene o en lo que se está. Es la acción social de las personas la que dota de vida y sentido a las democracias. consiste precisamente en la implicación de todas ellas en el esfuerzo por dotar de sentido a su vida en común.
Embarcarse en la construcción solidaria de sociedades democráticas es una apelación a la imaginación y a la libertad, es romper con seguridades ficticias y aceptar algo constitutivamente humano: la exigencia de hacerse cargo de la propia vida y encargarse de tomar las medidas adecuadas para que esa vida llegue a su plenitud.
Por eso mismo implica correr y aceptar riesgos, algo que no siempre resulta sencillo y de ahí el miedo a la libertad o la facilidad con la que en muchos casos los seres humanos están dispuestos a hacer dejación de su propia libertad, sometiéndose a una paradójica servidumbre voluntaria. Participar es, sin duda, gratificante, como lo es ser libre, pero exige esfuerzo y dedicación y no siempre está la gente dispuesta a hacerlo. Sólo si las condiciones impuestas son muy duras, es fácil que se dé la adecuada reacción exigiendo los propios derechos; de no llegar a ese punto, es posible que la gente tienda a aceptar que otras personas tomen decisiones por ellas.

2 b.Avances democráticos
Se trata de reconocer que los pasos que hemos dado en los últimos dos siglos en la dirección de sociedades democráticas han sido pasos dados con esfuerzo y sudor, y en muchos casos con sangre, por quienes no se resignaban a la ignominiosa tarea de obedecer a unas elites privilegiadas. El sufragio universal, un requisito básico de las sociedades democráticas, ha ido obteniéndose en algunos estados en sucesivos momentos del siglo XX; en algunos países apenas tiene cincuenta años de existencia y en otros todavía no está reconocido. Y el sufragio no agota ni mucho menos lo que caracteriza una democracia, pues puede darse también en sociedades no democráticas.
Debemos ser conscientes de que grupos de presión situados en posiciones de control en la toma de decisiones se muestran preocupados no por ese camino que nos queda por recorrer en la consolidación de sociedades democráticas, sino por el pequeño camino que ya hemos recorrido; para ellos hay un exceso, no un defecto de democracia. Es más, consideran que la intervención de todos los ciudadanos reclamando el respeto a sus derechos fundamentales, incluidos los sociales, económicos y culturales, ha convertido las sociedades democráticas en entes ingobernables.
En su sentido más genuino, la democracia significa literalmente el poder del pueblo; en su momento, en Grecia significó que los artesanos y los campesinos conseguían intervenir en condiciones de igualdad con los nobles en la gestión de los asuntos públicos, si bien nada se decía de las mujeres ni de los numerosos esclavos que también vivían y trabajaban en aquellas ciudades. Sin desaparecer del todo en el mundo romano (la lucha por la ciudadanía) ni en la edad media europea (las ciudades y los pactos entre monarquía y burguesía), esta idea básica recobró toda su fuerza cuando a lo largo del siglo XVIII fue la burguesía europea la que reclamó participar activamente en la vida política, segando el poder del que disfrutaba la nobleza y el alto clero. El proceso continuó con la inclusión progresiva de una parte mayor del pueblo en la toma de decisiones, pero se vio cercenado desde un primer momento por las limitaciones impuestas por las democracias parlamentarias que articularon —y redujeron— la participación popular a las elecciones de unos representantes cada cierto número de años, quienes se harían cargo de defender los intereses de quienes les habían votado. En sí mismo, el modelo de parlamentos formados por representantes supone ya una clara dejación del concepto de democracia; se pide a las personas que deleguen todo su poder en unos cuantos representantes, quienes sólo rendirán cuentas cada ciertos años y, si lo han hecho mal, a lo sumo pagarán el precio de no ser reelegidos.
Poco queda en los parlamentos de las asambleas cívicas en las que los ciudadanos discutían sobre sus problemas, llegaban a acuerdos cuando era posible y, de ser necesario, nombraban mandatarios
bien para ejecutar esos acuerdos bien para defenderlos en órganos o asambleas de coordinación.

2 c. Carencias de las democracias parlamentarias
La democracia parlamentaria representativa arrastra desde sus orígenes un déficit democrático. Por su propia definición, los representantes no mantienen ningún vínculo obligatorio con quienes les otorgaron, con su voto, el cargo; una vez elegidos, se encuentran abocados directamente a seguir las reglas del juego que determinan el comportamiento de los parlamentarios, obsesionados en general por el mantenimiento en su propio cargo. Son en realidad los partidos políticos quienes toman las decisiones y los parlamentarios deben someterse a la disciplina férrea del partido, bajo riesgo de ser cesados o expulsados de su propio partido. Éstos, por otra parte, se constituyen en burocracias cerradas, con una fuerte jerarquización en sus modos de funcionamiento.
Estos cargos son ocupados durante años, con reelecciones constantes que provocan un conjunto de intereses cerrados que ponen por delante de cualquier otra consideración la perpetuación en el cargo. Para conseguir estos objetivos espurios se fomenta el clientelismo, que más bien consiste en una regresión hacia modelos feudales en los que el vasallaje y la fidelidad personal sustentaban el orden político de la sociedad. El otro pilar básico para mantener el tinglado es la oscuridad en los procesos de discusión, la creciente falta de transparencia. Las decisiones más importantes se toman en ámbitos cerrados a la opinión pública y a los mismos afiliados de cada partido; en el momento de llegar a un congreso, la agenda y las grandes decisiones ya han sido tomadas en pequeño comité, lo que facilita, en general, las aprobaciones por amplísima mayoría sin apenas discusión ni discrepancia. La imprescindible participación ciudadana va menguando hasta quedar convertida en la votación cada cierto tiempo. Tímidas propuestas serían la imposibilidad de presentarse más de dos veces, pero no resulta difícil observar cómo no se produce nada parecido a una rotación en los cargos, menos todavía si tenemos en cuenta dónde prosiguen su actividad gran parte de los que han ocupado cargos importantes en el Parlamento o el gobierno. La rotación es todavía menor dentro de los partidos.
Para garantizar el control de la situación, recurren a un procedimiento profundamente antidemocrático: la ocultación de la información y la falta consiguiente de transparencia. No se trata sólo de que dificulten una comprensión de los problemas recurriendo a un vocabulario innecesariamente oscuro y esotérico, sino que directamente recurren a la desinformación o a la información sesgada que arroja cortinas de humo sobre los auténticos problemas, desvirtúa los datos y confunde, en algunos casos de manera intencionada, a las personas. Siendo, como es, la participación en los debates y la toma de decisiones una cuestión de capital importancia, podemos entender las consecuencias negativas que tiene el control y manipulación de la información.
Una ciudadanía desinformada, o mal informada, será siempre víctima de los intereses inconfesables de quienes ocupan las posiciones claves en la toma de decisiones. Lo mismo podemos decir de
una ciudadanía a la que se le roba la discusión sobre los temas realmente importantes, que pasan a ser discutidos y decididos en pequeños cenáculos de iniciados.

SENDEROS DE LIBERTAD - Félix García Moriyón 2009